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lunes, 6 de mayo de 2024

IZQUIERDA DE CLASE

 

Varios son los factores por los que la izquierda ha progresivamente abandonado todo horizonte de transformación radical de la sociedad o, incluso, más modestamente, de verdadera redistribución de la riqueza. Por una parte, las ideas que, en su tradición política y cultural, sustentaban las hipótesis revolucionarias han demostrado con el tiempo su inoperancia: ni el capitalismo ha entrado, implosionando, en una crisis definitiva, ni ha aparecido ningún “sujeto histórico” que lo desafiara y derrotara. Al tratarse, además, de una tradición muy determinista, tales fallos han supuesto mucho más que una derrota táctica. Todo el edificio conceptual se ha derrumbado, privado de las razones que debiera de haberle insuflado  una “historia ” que ahora parecía dirigirse hacia otros lidos.

Por otra parte, a partir de los años sesenta, la sociedad se ha ido reconfigurando: la clase obrera ha menguado, el sector terciario ha crecido exponencialmente y, con ello, también el conjunto de las personas con educación superior. El voto de izquierda ha dejado de ser, en consecuencia, mayoritariamente obrero y ha empezado a ser la expresión de las clases educadas urbanas. Las élites políticas de izquierda se han adaptado a este nuevo contexto – que es, además, de donde han ido proviniendo sus  nuevos miembros.

De hecho, las clases educadas urbanas son las herederas de una parte importante de las anteriores clases medias. Donde antes había estudios de contabilidad o de peritaje, ahora hay carreras universitarias de empresariales o de ingeniería. Hasta los años sesenta del siglo pasado, la clase media identificaba estabilidad material y cierto tradicionalismo cultural. Un sentir que la llevaba a votar por los varios avatares de la democracia cristiana europea y también por los partidos socialdemócratas – sin que hubiera grandes diferencias en sus programas. Las tensiones propias de la Guerra Fría y la presencia de partidos comunistas importantes en países como Italia o Francia, atemperaban, en general, las políticas dictadas por los intereses del capital.

El cambio cultural que supuso el advenimiento de la sociedad de consumo y la consiguiente revolución antropológica, llevó las clases medias, ahora ilustradas, a identificarse con ideales más progresistas en cuanto a los derechos civiles – feminismo, derechos LGTBIQ+, antirracismo – que, sin embargo, eran entendidos como la coronación de aquel “sé tú mismo” autocentrado y sometido al mandato a gozar propio del consumo. El tradicional deseo de estabilidad económica y el miedo atávico a perder el estatus de “medianía” para acabar en los bajos de la escala social, no obstante, seguía allí. El fin de la Guerra Fría y la imposibilidad de reinventarse de los partidos comunistas, hicieron perder toda razón de renovar ese implícito pacto entre clases bajas y clases medias, propio de las políticas democristianas y socialdemócratas de la postguerra mundial. Los partidos comunistas desaparecieron y los partidos socialdemócratas abandonaron a las clases bajas aceptando y promoviendo una mengua generalizada del estado del bienestar. Obreros y trabajadores de rentas bajas acabaron así a la intemperie. En el momento actual, la izquierda política representa los intereses de una clase media cuya cultura ha cambiado pero cuyos objetivos materiales permanecen relativamente estables.

Las consecuencias de esta mutación político-cultural le habrían parecido absolutamente lógicas al viejo Hegel. Al quedar los ideales ilustrados como propios de una clase social – la clase media educada urbana -, que además los usa como signo de distinción, estos han perdido su universalidad y se han vuelto particulares. Son los ideales de una clase y ya no los ideales de la humanidad. Los adversarios políticos se han dado perfecta cuanta y ahora reivindican su propria particularidad político-cultural de derechas frente a la particularidad de la izquierda. Además, también de manera muy natural, las clases bajas que se han quedado social y culturalmente desamparadas ya no son aliados y no se sienten particularmente concernidos por el destino de las clases educadas urbanas.

Sólo una vuelta a la centralidad de la cuestión de la redistribución de la riqueza, supondría un claro signo de voluntad de alianza con las clases bajas, por parte de las clases educadas urbanas. Y sólo de esta manera, ciertas ideas de la tradición de la izquierda como la igualdad o el pacifismo, podrían volver a tener al menos un halo de universalidad y ser, por ello, mínimamente operativas. Pero ¿es eso posible?

En estos momentos las clases educadas urbanas están socialmente y políticamente ciegas. Al considerar sus propios ideales centrados en los derechos civiles como universales (aunque se hayan vuelto particulares) sólo pueden ver en quien los rechaza un monstruo de inhumanidad. ¿A qué otro estatus pueden aspirar posturas que aborrecen el feminismo o que son racistas? Sin embargo, “los otros”, las clases bajas, ven a la clase educada urbana como una clase que favorece la jibarización del welfare, mantiene firmemente sus privilegios y pretende, hipócritamente, que el camino del cambio social sea una cuestión de signos – como el lenguaje inclusivo – o de comportamientos personales “correctos”. En aras de un pacifismo interesado, además, se castiga toda expresión violenta de las necesidades y dificultades: enfrentarse a la policía en la calle se ha vuelto delito. Vistos desde la óptica de las clases bajas, los ideales progresistas son sólo un arma de control social.

Ahora bien, hasta aquí hemos indicado cuales son los intereses de clase educada urbana, de manera que la pregunta realista es: ¿qué utilidad puede tener para tal clase escuchar a los monstruos que viven en el terreno baldío de la dificultad y lo políticamente incorrecto? Yo diría: su propia supervivencia.

La derecha también ha sufrido una revolución antropológica – por las mismas razones de la izquierda. A la luz de su tradición cultural ello supone el abandono del ideal de sacrificio y sumisión a la norma social y, en cambio, la plena asunción del mandato a gozar. Como a menudo en la política contemporánea, es desde Italia de donde nos llegó, en los años ´90, la figura ejemplar de esa mutación: Silvio Berlusconi -quién ha tenido en Donald Trump un mucho más poderoso discípulo. Lo que desde entonces ha sucedido en Italia en el ámbito de la cultura y la política de la derecha – cuyo epítome es el actual gobierno de Giorgia Meloni – primera mujer en ser primera ministra de Italia –, se podría nombrar como neofeudalismo. El núcleo radicalmente individualista de la sociedad de consumo da lugar, en la política de la derecha, a una intolerancia hacia los poderes de toda institución pública. Quizá es en el ámbito del derecho donde esta tendencia se puede observar con más claridad. El gobierno de Giorgia Meloni, más moderno que el de Orban en Hungría o del PiS en Polonia, está trabajando sobre todo en deconstruir todas las cortapisas jurídicas a la apropiación privada – incluso delictiva - de los bienes públicos, limitando el poder de los jueces y de la prensa y eliminando figuras penales como el abuso de poder. Ha dado, además, algunos ejemplos personales de su concepción de lo público: el ministro Lollobrigida – yerno de Meloni – hizo parar un tren de alta velocidad en una estación no prevista porque le veía bien.

En un mundo neofeudal, donde las élites de la derecha se alían con las clases bajas, la clase educada urbana está destinada a la marginación. Quizá haya que volver a meditar sobre el poderoso cuadro de Eugène Delacroix, La Libertad guiando al pueblo, donde el pueblo arrastrado por la Libertad está constituido de manera visible por burgueses y sans-culottes. Pero ¿pueden las clases educadas urbanas ahora siquiera hablar con las clases bajas?

Pensar en sí mismo como una persona “buena” es un signo de insoportable narcisismo. Mucho antes de la revolución antropológica de la sociedad consumista, se consideraron a sí mismas como personas buenas los moralistas de todas las religiones y muchos gobernantes.  El narcisismo actual, sin embargo, hunde sus raíces en el “mandato a gozar”, esa obligación al goce que es el núcleo de la cultura consumista. El goce sólo conoce “yo”: “tú” es siempre un elemento de limitación si no directamente una molestia a quitar del medio. La subjetividad producida por la sociedad de consumo es narcisista por definición.

En el origen etimológico de la palabra “monstruo” hallamos: monstrat futurum, monet voluntatem deorum – muestra el futuro y advierte de la voluntad de los dioses. La “voluntad de los dioses”, para nosotros mortales del siglo XXI, es aquella fuerza que actúa más allá de las personas. Así es como el actual “monstruo” fascista, racista, machista, conservador, monet voluntatem deorum a los progresistas: les habla de su propia subjetividad. Los signos de esa fundamental fraternidad original entre conservadores y progresistas abundan, para quien mire sin anteojeras: la cancel culture, por ejemplo. Unos y otros, como buenos narcisistas, literalmente “no quieren oír hablar” al otro respectivo. Si pudieran lo cancelarían del todo: lo matarían. Freud tiene pasajes luminosos al respecto en el Malestar de la cultura.

No cabe justicia ni social, ni de ningún tipo, si el Otro no se considera persona - y por lo tanto portador de los mismos derechos que yo. En este sentido, el reconocimiento de la fundamental homogeneidad actual de la subjetividad, más allá de las opciones políticas, del origen común del narcisismo de la clase educada urbana y de las clases bajas, permite anudar un diálogo que sólo redunda en beneficio de unos y otros. Puede preservar a la clase educada urbana de la extinción y hacerla incluso portadora real de esos ideales universales de igualdad y libertad, que ahora, son sólo sus instrumentos de dominación. Puede ayudar a que las clases bajas adquieran instrumentos adecuados para liberarse de la sumisión al neofeudalismo – y de sus tentaciones. Algo que sólo puede suceder a pacto de que los “ilustrados” no hablen en lugar de las clases bajas, ni que a estas se les exija que se “alfabeticen” como les exigió la Ilustración - poniendo en marcha ese perverso mecanismo, propio de toda la modernidad, por el que las clases bajas sólo podían liberarse aboliéndose a sí mismas en el prefabricado paraíso ilustrado.

Reconocer el parentesco narcisista con el Otro, impediría también la otra pirueta del pensamiento ilustrado que consiste en cambiar el signo delante de la otredad y considerar que el Otro es “santo”: no tiene historia, ni su sociedad está atravesada por tensiones políticas - ni puede siquiera hablar con los “ilustrados” sin traicionarse. Es el “buen salvaje”, conectado holísticamente con la madre Tierra, libre de toda colonización. Está, en suma, tan monstruosamente separado de los ilustrados como su versión supuestamente malvada.

El Otro no es tan otro, hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère.  El abandono de toda superioridad moral puede tener en esta constatación su razón y puede permitir que la izquierda posponga su interés de clase incluso, dialécticamente, por su propio interés de clase.

Publicado en El viejo topo, nº 436

lunes, 1 de mayo de 2023

AMERICANIZACIÓN

 


La globalización y el neoliberalismo, extendidos después de la caída del muro de Berlín al amparo de la hegemonía política y militar de Estados Unidos, han supuesto una aceleración en la difusión de la american way of life en mundo entero. En Europa, hasta los años ochenta del siglo XX, la americanización era un rasgo más propio del consumo y de la cultura popular. Ahora, sin embargo, se ha extendido a todos los aspectos de la vida social y cultural - desde los debates académicos hasta la vida política.

En el ámbito de la izquierda, la americanización ha supuesto un cambio de paradigma y un tránsito hacia ideales y objetivos diferentes. La izquierda europea había nacido, incluso como denominación, con la revolución francesa y nunca había abandonado la perspectiva revolucionaria: esto es, trascender la sociedad existente para crear otra mejor. A lo largo del siglo XIX y XX tal concepción fue robusteciéndose con elaboraciones de primer orden – Marx in primis, pero también Fourier o Bakunin – y midiéndose en las concretas luchas políticas de todo el continente – 1848, 1870, 1917. Durante el siglo XX, el pensamiento y la praxis de la izquierda europea incorporaron, además, elementos de la crítica a la consistencia del individuo que habían sido formulados por Nietzsche y Freud. Las reflexiones de la Escuela de Frankfurt, por ejemplo, vincularon a las experiencias de la intimidad psíquica con específicas dimensiones sociales. Se articularon así perspectivas de transformación radical – un mundo y un individuo completamente nuevo – con una desconfianza también radical hacia toda aparente coherencia discursiva, tanto institucional como individual.

La tradición de la izquierda estadounidense ha sido, en cambio, completamente diferente. Quizá porque en Estados Unidos no se conocieron intentos de restauración – como, en cambio, sucedió en Europa después de 1815 –, se consideró que allí la revolución de las Trece Colonias sí había alumbrado un mundo nuevo – que, una vez asentado, no necesitaba otra revolución. Las corrientes principales de la izquierda estadounidense han sido, por ello, siempre reformistas. No han conocido la aspiración a un cambio drástico del orden social, sino el deseo de su perfeccionamiento, teniendo como brújula la Declaración de independencia de 1776 – muy en particular, la promesa de felicidad individual que allí se expresa – y la constitución de 1787. Es este, en Estados Unidos, el horizonte de referencia para toda reivindicación. Recientemente, por ejemplo, los exponentes de movimiento Black Lives Matter, no han exigido cambios revolucionarios sino sólo el respeto de la Constitución, puesto que ésta ya asegura el principio de no discriminación para todos los ciudadanos.

El reformismo estadounidense tiene, además, otro fondo: el nunca resecado cordón umbilical con una específica tradición religiosa – a diferencia de la difusa secularización y del escepticismo europeos. La componente puritana, en particular, caracterizada por la literalidad de la lectura textual de Biblia y la idea de la santidad del creyente y de la comunidad de los fieles, es todavía apreciable en muchos debates de la sociedad de Estados Unidos – por ejemplo, en lo que se refiere al lenguaje “políticamente correcto”. Pertenece a ese acervo de origen religioso la concepción del individuo, considerado como una unidad primigenia consistente, “santa” – y no agrietada por inconsciencias y lapsus freudianos. Es este el individuo que tiene derecho a la búsqueda de la felicidad inscrita en la Constitución y que configura, a partir de entonces, el núcleo esencial, el principio primero de todo el orden político.

Estas características – reformismo e individualismo esencialista – son visibles, en diversos grados, no sólo en los rasgos culturales y políticos específicos de Estados Unidos, sino también – y no podría ser de otra forma –, en el modo de la recepción de ideas y comportamientos ajenos. La americanización no ha sido sólo una propagación de elementos culturales autóctonos, sino también – y en ello reside una parte importante de su fuerza – una absorción y una reelaboración de elementos exógenos, redifundidos luego globalmente. A la manera de lo que sucedió en la antigua Roma, la cultura estadounidense está abierta al mundo – quizá porque, como sugiere el sociólogo francés Frédéric Martel, “Estados Unidos es un mundo” –, adapta lo ajeno a sus propias concepciones fundamentales y lo hace luego objeto de broadcast.

En el ámbito académico y político, son ejemplares, en este sentido, las aventuras de las reflexiones sobre el orden del discurso de Michel Foucault. Para el filósofo francés, el estudio de la topología de la enunciación es una vuelta de tuerca más en el análisis, inaugurado por Nietzsche, de la fundamental historicidad, heterogeneidad e inconsistencia de los discursos, tanto si son institucionales como si son individuales. En la academia y en los ambientes activistas de Estados Unidos, tal análisis se ha sedimentado, en cambio, sobre el zócalo inagrietable del individualismo esencialista, transformándose en un argumento a favor de la consistencia del individuo. Por ejemplo, en las reflexiones sobre la “interseccionalidad”, la coincidencia de varios vectores de opresión (raza, género, clase) no da lugar a una concepción de un individuo roto por la heterogeneidad de tales vectores y, por eso mismo, capaz de cuestionar la solidez del molde opresivo y encontrar alianzas, también heterogéneas. Al contrario: es porque coinciden concretamente en mí estos vectores que puedo decir un “yo” irreducible a cualquier otra experiencia. Se redibuja, en suma, una vez más, la barrera infranqueable de la consistencia del individuo propia de la cultura estadounidense – eso sí, con una nueva argumentación.

No se trata sólo de discusiones académicas. La relectura de la crítica foucaultiana al orden del discurso en clave esencialista, propia del ámbito estadounidense, ha sido una de las bases conceptuales de concretas medidas políticas y sociales. Al considerar, insostenibles los marcos discursivos neutros y tendientes a la universalidad, se intenta reducir todo enunciado al individuo que lo profiere. Como en un juego de muñecas rusas, una serie de identidades sólidas y consistentes justifica que sólo cierto género pueda hablar de sí mismo; dentro de este género, las personas de cierta raza serán las únicas que podrán hablar de su propio sub-grupo; dentro de este sub-grupo, las personas que tengan determinada especificidad sexual constituirán otro conjunto aislado... No hace falta subrayar que este tipo de definición topológica del hablante tiende a abolirse a sí misma:  no hay razón de interrumpir la serie antes de llegar al átomo primigenio de toda experiencia que es el individuo mismo – recordemos que, efectivamente, en la Non-binary Wiki existe la definición de egogender, como aquel género integrado sólo por uno mismo.

La afirmación axiomática de la consistencia individual tiene como consecuencia la imposibilidad de disponer de instrumentos para analizar crisis y malestar del individuo mismo - y de la comunidad de la que es el zócalo. En este sentido, toda crisis tendrá irremediablemente una etiología exógena, en tanto que no es concebible que el individuo o el grupo, apodícticamente consistentes, puedan contener heterogeneidades críticas. El remedio no puede ser entonces más que añadir otro elemento consistente a la consistencia anterior, una prótesis por así decirlo, que colmate la grieta que se haya producido. Un ejemplo, a la vez conceptual y político, de cuanto decimos ha sido la crisis del “grupo” modernidad/colonialidad (Grupo M/C), que se rompió alrededor de la cuestión del apoyo o no al gobierno bolivariano de Venezuela. Ramón Grosfoguel, sociólogo perteneciente al Grupo M/C, en su recentísimo De la sociología de la descolonización al nuevo antiimperialismo decolonial, afirma, por un lado, que hay movimientos e intelectuales decoloniales apoyados por la CIA (el elemento externo que lleva a la crisis) y, por el otro, propone de añadir “antimperialista” a la secuencia feminista, antifascista, ecologista, antirracista y anticolonialista, para distinguir uno de los dos bandos.  Salta a la vista que se trata de una operación infinita: cualquier crisis de cualquiera de los términos necesitará una nueva prótesis conceptual. Reencontramos similares problemáticas en el ámbito del debate feminista, cuando Nancy Fraser, ante la evidencia de que existe un feminismo procapitalista, considera necesario añadir el adjetivo socialista a feminista, para asegurar la operatividad crítica de su propio pensamiento.  

La negación de toda posibilidad de universalidad discursiva en aras de la consistencia última e intrasmisible de la experiencia individual, presupone, sin embargo, algún marco que sustente la posibilidad de comunicación entre individuos y, por lo tanto, la existencia de la comunidad. Es aquí donde podemos apreciar como el individualismo esencialista y el reformismo político “hacen sistema”. La crítica individualista al universalismo no es absoluta en términos conceptuales, políticos o existenciales, sino que presupone el marco del Estado y del sistema capitalista naturalizado en la declaración de independencia estadounidense – sobre todo gracias al derecho a la propiedad y a la búsqueda de la felicidad. Es por ello que en Estados Unidos – y en las sociedades americanizadas – quejas y reivindicaciones, aun de matriz antiuniversalista, tienen ese rasgo patriótico y constitucionalista que indicamos a propósito del movimiento Black Lives Matter. También por la misma razón, las películas de Disney, vector fundamentalísimo de la difusión del american way of life, asumen postulados  feministas, ecologistas, antirracistas y anticolonialistas. Tales películas son en sí mismas la expresión del capitalismo actual y son, por lo tanto, en la óptica reformista estadounidense, el lugar adecuado para expresar quejas y reivindicaciones.

Es más, las películas de Disney, suponen la expresión no sólo de la coincidencia de paradigmas culturales y políticos, a la vez capitalistas y reformistas, sino también una muy concreta convergencia de intereses entre las clases educadas urbanas, que votan a la izquierda y se han beneficiado de la globalización, y las multinacionales que producen contenidos culturales – o nuevas tecnologías. El multiculturalismo, típico de tantos blockbusters recientes, no es sólo una cuestión de abertura cultural y política hacia el Otro, sino también una expresión del ámbito supraestatal de la acción de las multinacionales mismas –  interesadas en promover la sustancial integración de toda persona, independientemente de su sexo, raza o religión, al capitalismo mismo, como consumidor y como trabajador. Finalmente, también da fe del origen americano de este multiculturalismo el hecho de que promueva una visión también esencialista de los Otros y de sus comunidades, imaginándolos como integrantes de culturas primigenias, holísticas e intocadas. Una nueva versión, en suma, del mito, moderno y occidental donde los haya, del Buen Salvaje – al que se priva, una vez más, de historia y de política, con el argumento, típicamente esencialista, de una imposible conexión y comparabilidad entre culturas.

El paradigma reformista y esencialista, en tanto que descarta, niega y obvia todos los constructos sociales y culturales que supongan una crisis radical en su propio seno, no es capaz de interpretar cabalmente sus propias fracturas. Crisis y malestar crecen sin que haya manera siquiera de nombrarlos, hasta que explotan en forma violenta, pero in-significante. Las matanzas perpetradas por personas corrientes que un día cogen sus armas y disparan a sus vecinos, a sus compañeros de trabajo o a fantasmáticos objetos de odio, podrían ser un triste ejemplo de cuanto venimos diciendo.

La potencia política y económica de Estados Unidos genera, por otra parte, un efecto de espejo y de atracción. La cultura estadounidense está amparada por la (híper)potencia industrial y militar del país, que provee las bases para su difusión. No se trata sólo de sinergias genéricas: las enormes cuotas de pantalla de las películas de Hollywood son objeto de muy específicas – y rudas  – negociaciones entre gobiernos.  La academia estadounidense posee un concreto poder de atracción por los sueldos y posibilidades de desarrollo de investigaciones que brinda. Se genera así un efecto de loop: reformismo y esencialismo constituyen una verdad porque se imponen y se imponen porque son verdad – más allá de cualquier consideración sobre su efectividad conceptual o política. Tales constructos generan efectos reales con su imposición, pero no tienen necesariamente relación con las diferentes realidades a las que adhieren. Son más bien discursos e imágenes “pegados encima”, con la cola de la potencia, a mundos que les son ajenos.

La izquierda, en Europa como en todo el mundo americanizado, al haber asumido estos postulados, por interés de clase y comunidad de cultura, ha tenido que pagar en ceguera las ventajas de compartir hegemonía. En consecuencia, algunas cuestiones centrales, que definían políticamente a la izquierda, se han deslizado a los márgenes, si no han desaparecido por completo. La problemática de la pobreza, por ejemplo, ha acabado por ser considerada, en Europa, un asunto técnico – y no sistémico – a gestionar a través de los servicios sociales – en Estados Unidos se gestiona también penalmente, según la vieja tradición religiosa anglosajona que considera a los pobres unos delincuentes. Así, las personas de escasos recursos, lo que queda de la clase obrera y los precarios se orientan, por rabia, por miedo e incluso por afinidad cultural hacia la derecha. Tal deriva política de las clases otrora troncales en el voto, conforma uno de esos límites donde el pensamiento y la práctica política de la izquierda ahora naufragan, sin que siquiera haya una interrogación sobre las razones del naufragio. Realismo y capacidad de análisis crítico – y autocrítico – quedan, en estos momentos, fuera de su alcance.

Es posible que, contrariamente a lo que se suele afirmar, sólo una perspectiva revolucionaria, en el sentido definido más arriba de imaginación trascendente de una sociedad otra – y cuyo andamiaje está por definir  –, permita ahora un análisis realista de las tensiones sociales  y una acción que sepa significar la negatividad y la violencia que habita toda sociedad americanizada. Mas, es sobre todo el deseo de otro mundo y de los Otros que habría que recobrar – cercenado por definición en el mundo imaginado por el reformismo esencialista. Un deseo que, como glosa con precisión la escritora feminista Elisa Cuter en su espléndido Ripartire dal desiderio (Volvamos a empezar por el deseo), será siempre confuso y conflictivo, pero abierto al futuro y radicalmente fértil.

 Artículo publicado en El VIEJO TOPO, nº 423, abril 2023

martes, 12 de octubre de 2021

ENSEÑAR COMO HABLAR A LOS OBREROS


¡Ha traicionado a los obreros!... Sería natural pensar que una acusación semejante se lanzara en un mitin de un partido de acendrada tradición marxista  o en una manifestación sindical de un primero de mayo y que el acusado fuera un político liberal-socialista. Nos equivocaríamos. Quien la profirió fue un líder de la extrema derecha en un mitin de la campaña para las elecciones legislativas españolas de 2019. Eso sí, el acusado era el actual presidente del gobierno que, efectivamente,  pertenece a la familia socialdemócrata. Si alguien, hace cuarenta años, le hubiera sugerido a un jefe de la ultraderecha un eslogan parecido, seguramente habría sido inmediatamente expulsado del partido por bolchevique (infiltrado). Los tiempos cambian.

Aún así, podríamos pensar que se trata de un exabrupto mitinero, cuya finalidad es adobar al enemigo de todos los males que la fantasía pueda sugerir a un asesor de campaña. El mitin tuvo lugar en una ciudad del “cinturón rojo” de Barcelona. Una típica ciudad obrera. En algunos de sus barrios más pobres la ultraderecha fue el segundo partido más votado. Muchos “obreros” – y parados -, suscribieron, por lo visto, la idea de la traición.  Se ha ido así consumando, en España también, una mutación del espectro político que ha tenido precedentes en muchas democracias del mundo. 

Sabemos que la palabra “obrero” es, en estos contextos, sobretodo una  categoría mítica generalmente usada para nombrar al conjunto de la población con rentas bajas, trabajos poco cualificados y mal pagados - si es que los tienen -, y bajo nivel educativo. Muchos de estos “obreros” han votado a Salvini, a los Kaczynski, a Trump y a Abascal. Marine Le Pen suele afirmar que el suyo es el partido obrero más grande de Francia. Recientes estudios de largo alcance sobre las tendencias de voto, apuntan que en los años 50 y 60 del siglo pasado los partidos de izquierda  cosechaban los mejores resultados entre los votantes con bajos niveles de educación e ingresos, mientras los partidos conservadores los obtenían en las clases medias y altas – entre cuyos representantes se hallaban las personas con más nivel educativo. A partir de entonces, de manera lenta pero imparable, los votantes con más educación se han ido decantando por los partidos de izquierda. Algunos politólogos consideran que, actualmente, los partidos constituyen un sistema “multielites”, siendo, grosso modo, la izquierda la representante de las elites culturales y la derecha de las elites económicas. No es difícil inferir que la progresiva extensión, más allá de las clases altas, de la población con estudios superiores, tiene que ver con esta tendencia. Una parte importante de la actual elite cultural posee mucho capital simbólico y escaso capital económico – aunque las “clases creativas” ciudadanas detentan importantes resortes económicos y son también, en general, más proclives a votar a la izquierda. Esta lucha entre las elites, deja fuera de juego a la población que no tiene ni estudios ni capital económico. 

 A los partidos de izquierdas les gusta todavía considerarse como los defensores de los “de abajo”. Sin embargo actualmente ningún partido defiende una “revolución”.  A lo largo de la segunda mitad del siglo XX la izquierda se fue quedando sin proyecto alternativo al capitalismo. Sólo sobrevivieron las ideas socialdemócratas de contención y corrección de los aspectos más inicuos del propio sistema capitalista.  En este sentido, el mensaje de la izquierda actual a las clases bajas es límpido: no hay otro mundo que imaginar – aunque intentaremos corregir este. La erradicación de la pobreza queda como meta utópica y lejana del capitalismo mismo. El corolario de tales concepciones es que, a los ojos de los “obreros”, las ofertas políticas de la izquierda y la derecha no tienen diferencias esenciales sino sólo prácticas. Por ejemplo, unos proponen la subida de impuestos para proporcionar una mejor protección social en un momento de crisis económica, mientras otros aseguran que eso empeoraría aún más la situación. No hay propuestas que contemplen alternativas a la sociedad que produce cíclicamente crisis económicas.  

Cada una de las dos elites defiende su capital. La defensa del capital simbólico se juega obviamente en el campo de lo simbólico, en algunos aspectos de una manera muy clásica: creando códigos particulares cuyo manejo denota conocimiento y pertenencia. Las “neolenguas” progresistas, - como son las variantes del lenguaje inclusivo -  tienen este sentido. Con ellas se quieren distinguir los miembros de la élite cultural – y quienes se postulan para ello – de modo que, por ejemplo, léxico y modismos identifiquen sin ambigüedad posturas progresistas. Se trata de un instrumento importante para adquirir ventajas  tácticas y estratégicas, marcando territorios institucionales, políticos y sociales por los que, sin el adecuado conocimiento lingüístico, se tendrán dificultades para circular. El uso de códigos culturales elaborados para mostrar pertenencia es, por otra parte, una estrategia socio-política con una larguísima tradición. La burguesía, por ejemplo, exigió siempre “buenos modales” para poder reclamarse de ella: desde el uso de un léxico y una sintaxis apropiados hasta un conocimiento cabal de los comportamientos corporales en la mesa. Tales “buenos modales” eran también, antes como ahora, armas arrojadizas en las luchas de poder internas a las élites mismas.

La voluntad de crear una neolengua propia ha acompañado a la izquierda desde su nacimiento. Nos baste recordar que, en 1793, los revolucionarios franceses reorganizaron el calendario y cambiaron los nombres de los días y los meses. En este sentido, es revelador comparar cuáles eran los objetivos de aquella reforma nominalista y de la actual. El calendario republicano francés aprobado por la Convención Nacional el 5 de octubre de 1793, había sido elaborado por un matemático y tres astrónomos y reflejaba la voluntad revolucionaria de imponer una visión científico-racionalista del mundo. Una visión que se identificaba a sí misma con el progreso y se oponía a la tradición cristiana considerada como la base cultural del antiguo régimen. Así los días de la semana dejaron atrás sus nombres relacionados con las divinidades paganas y las festividades cristianas y pasaron a un austero primidi, duodi, tridi, etc. En vez de un santo, a cada día se le asignó una planta, un animal o un utensilio. El nuevo primer día del año (el 22 de septiembre, según el calendario gregoriano) era así, siguiendo una lógica impecable, el primidi, vendimiaire, raisin (primidi, vendimiario, uva).

Si analizamos ahora cuál son las propuestas de las neolenguas progresistas actuales veremos que están centradas en la cuestión de la identidad individual,  esencialmente en los aspectos corporales como el género o los  rasgos étnicos. Ya no importa la racionalización de la vida social sino la denominación de la persona. Se trata, por lo tanto, de una reforma lingüística con un background radicalmente individualista. Su horizonte son los derechos individuales – motor a su vez de las políticas de reconocimiento. Un ejemplo particularmente ilustrativo en tanto que lleva al límite la lógica subyacente a las neolenguas actuales,  se puede hallar en la Nonbinary Wiki, donde encontramos la definición de Egogender  (de “ego”, “yo” en latín y “gender”, “género” en inglés). Se trata de un género tan específico de un individuo que sólo puede ser nominado como “yo (o nombre de la persona)” género.

La neolengua progresista se nutre, en suma, del individualismo radical propio de nuestra sociedad (“There is no socitey”, como resumía con genio Margareth Thacher) para intentar orientarlo a la lucha entre las élites culturales y las económicas – aceptando cabalmente el marco del capitalismo consumista.

Las neolenguas progresistas – como todas sus antecesoras – nacen de especulaciones propias de la cultura universitaria cuya posesión constituye específicamente  el “capital simbólico”. Una cultura necesaria tanto para entender la propuesta de reforma lingüística como para poderla, eventualmente, usar con soltura. Los “obreros”, con escasa formación reglada quedan en consecuencia excluidos, a la vez sin palabras y sin horizonte de transformación.  Aclaremos aquí que la formación es sólo una parte de la cultura: no tener educación superior no quiere decir no tener cultura, sino sólo no tener esa parte de la cultura apta a constituir un capital simbólico.

Es importante tenerlo en cuenta, porque los “obreros” actuales también son individuos consumistas. Al igual que a todos los demás,  a ellos también les ha llegado la característica invitación  a gozar del consumo  y la promesa de su infinita multiplicación. Pero ¿qué sucede cuando la promesa de la felicidad consumista llega acompañada de una evidente imposibilidad material de realizarla? ¿Qué se siente ante el festival de bienes de un centro comercial cuando no sólo no se tiene ningún margen económico para gastos superfluos, sino que se sabe o se intuye que tampoco se tendrá en el futuro? ¡Frustración y resentimiento!

En otros momentos históricos “la voz de los que no tienen voz” ha hallado espacios expresivos propios que han permitido fructíferas alianzas socio-políticas. A lo largo de todo el siglo XIX, por ejemplo, la reflexión sobre la cultura popular ha denotado a la vez el empuje de las nuevas clases populares y el interés de las élites progresistas por buscar alianzas. El famoso cuadro de Eugène Delacroix “La libertad guiando al pueblo” es una ejemplo icástico de cuanto decimos.

Con el advenimiento de la cultura de masas, sin embargo, la cultura popular autónoma desaparece y las elites y el pueblo comparten básicamente la misma cultura. La diferencia empieza a establecerse de manera muy acentuada únicamente por la formación superior. De ahí, que la izquierda actual tenga tantas dificultades para conjugar la defensa de sus intereses como élite cultural, con  los intereses de los “obreros”. Los discursos emancipatorios individualistas son las armas de las elites culturales para intentar defender su poder y no pueden ser extendidos a quien no tiene ese capital simbólico. Se necesitaría una adaptación socio-cultural que los desdibujaría por completo. Es por ello que más allá de la valla del lenguaje inclusivo se extiende el desierto de un resentimiento sin nombre.

En la lucha por la hegemonía las elites culturales están claramente en desventaja. El meollo del poder económico no se discute ya que las propias elites culturales dan por sentado que el marco de todo poder actual es el capitalismo consumista. Las elites económicas pueden dormir tranquilas: nadie pretende ya transformar radicalmente el régimen de la propiedad privada o de los medios de producción. La lucha entre las elites tiene lugar por completo alrededor del capital simbólico. De esta manera, las elites culturales no pueden estar más que a la defensiva, porque la posibilidad de un cuestionamiento radical del poder de las elites económicas  está excluida de entrada.

Todos los grandes textos de Antonio Gramsci fueron escritos en la cárcel y constituyen una  meditación sobre la derrota de la izquierda europea en los años 30, cuando el fascismo se fue adueñando del poder en casi toda Europa. Su clásica apelación a la creación de una literatura nacional-popular era un llamado a la izquierda, en los términos de su tiempo, para realizar una profunda reflexión respecto de los errores políticos y culturales que había cometido y que habían arrojado a tantas personas en los brazos del fascismo. Me gustaría pensar que no hace falta acabar tras los barrotes, vigilados por los que pensábamos estar defendiendo,  para empezar una fértil autocrítica.  

 

Publicado en El Viejo Topo, nº 404, Septiembre 2021