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miércoles, 5 de febrero de 2025

CAMBIO DE ÉPOCA

 

Reflexionar hoy sobre un cambio de época, parece perfectamente justificado: se habla abiertamente de ello en libros, revistas e incluso en la prensa diaria, sin importar la tendencia política o cultural. La guerra de Ucrania y la de Gaza, el declive de la hegemonía estadounidense, el ascenso del poder chino y de los otros BRICS, las tensiones que derivan de todo ello, suelen estar en el centro de estas reflexiones. En términos geopolíticos, parece haber un cierto acuerdo en considerar la guerra de Ucrania, empezada el 23 de febrero de 2022, con el ataque masivo y la invasión de territorio ucraniano por parte de Rusia, como el momento en que se hace evidente el cambio de época.

Tan importante como el ataque ruso ha sido la negativa de los países del llamado “Sur global” a suscribir las sanciones que Europa y Estados Unidos han impuesto a Rusia. Una negativa que ha mostrado de manera concreta hasta que punto no sólo China, sino también los otros Brics – Brasil, India, Suráfrica – no han encontrado razones para plegarse a las exigencias de Estados Unidos. Ni ellos, ni casi ninguno de los países africanos, asiáticos y latinoamericanos. Puesto que una de las definiciones clásicas del poder es la capacidad de obligar al otro a plegarse a la propia voluntad, podríamos decir que tal negativa ha mostrado gráficamente – y geográficamente – los nuevos límites del poder estadounidense.

Desde el punto de geopolítico, en suma, el cambio se manifiesta en el relativo declive de la hegemonía estadounidense y la correspondiente eclosión del poder chino, así como de los otros Brics, Rusia incluida.

Sin embargo, y también en esto suelen coincidir los análisis, la crisis de Estados Unidos no es sólo geopolítica, sino también interna, de su propia sociedad.

En este caso, el cambio de rasante se suele identificar con la elección de Donald Trump en 2016. No se trata sólo de lo disruptivo de sus avatares políticos – negarse a aceptar la victoria de su adversario; alentar al golpe de estado; ser el primer ex-presidente imputado penalmente; incluso, ser reelegido. Consideremos un momento Make America Great Again, el eslógan de Trump, y sobre todo en el adverbio Again: se nos revela una nostalgia, un deseo de volver a un pasado mejor, una necesidad de autoconvencimiento, absolutamente impropios de un poder en acto. El encerrarse en sí mismo es signo indefectible de la mengua del poder imperial. En España, desde el siglo XVII, sabemos mucho de tales actitudes y de su significado: “…y los sueños, sueños son.”

La elección de Donald Trump en 2016 es la otra cara de la crisis del programa cultural-político del partido Demócrata. De entre los abundantísimos análisis que, en su momento, se hicieron de ello, quisiera destacar el del psicoanalista Eric Laurent, en un perspicaz artículo publicado en el reciente Política y Psicoanálisis, y titulado significativamente: El traumatismo del final de la política de las identidades: “La campaña de Hillary Clinton se había basado por completo en poner el foco en las diferentes minoría étnicas (negros o latinos), las mujeres y las minorías sexuales, subrayando para cada una de estas identidades la necesidad de la igualdad de derechos. Por lo tanto, una política de identidades claramente asumida. Su eslogan “Stronger together” (Más fuertes juntos) ponía de relieve esta yuxtaposición identitaria; sin subrayar lo que hay en común, sino sólo la suma de fuerzas…” Laurent más adelante observa que “las mujeres, los latinos y los negros, tienen identidades múltiples. Es lo que hace que el resultado se escape del cálculo” que había hecho Clinton.

Este análisis de Eric Laurent apunta a una fundamental inadecuación, a la vez política y cultural, del programa del Partido Demócrata y a la crisis del discurso “progresista”. Es este un elemento importante para nosotros, porque se trata de una crisis que desborda el marco propiamente estadounidense. La política de las identidades ha sido la panacea de la política socialdemócrata del mundo entero – de la política de izquierdas, puesto que, ahora mismo, no hay más izquierda que la socialdemócrata - esto es no hay más izquierda que la que presume de manejar mejor el capitalismo que la derecha.

Además, la cultura “progresista” -uso esta palabra a sabiendas de que es un atajo conceptual – que ha colonizado las universidades, las estructuras burocráticas y los partidos de izquierda del mundo, tiene límites sociales muy definidos: es una cultura de clase - la cultura de la clase educada urbana. Sus ideales, otrora ideales universales de emancipación, han sufrido unos ajustes interesados – el más evidente de los cuales es el relativo desinterés por las cuestiones ligadas a la exclusión económica – y se han tornado en elementos de dominación social.

Un tercer elemento se suma, por lo tanto, en el cambio de época, respecto de Estados Unidos: a la mengua del poder imperial y a la crisis de identidad hay que añadir el naufragio de la política y la cultura progresista.

El siglo americano, que acaba ahora, ha supuesto la globalización, exponencialmente acelerada después de 1989, del american way of life. Sus vectores principales han sido, por una parte, el cine (después la televisión y más tarde las redes) y, por la otra, la producción de bienes de consumo, sin que sea posible establecer una prioridad entre las dos. Recordemos aquí que la hegemonía cinematográfica estadounidense se fraguó a partir de 1915 - cuando el conjunto de la industria cinematográfica francesa hasta entonces mundialmente dominante, tuvo que parar toda producción por la amenaza de los bombardeos alemanes sobre París y la incorporación de técnicos y actores al ejército. Estados Unidos aprovechó y desarrolló inmediatamente sus propias redes de distribución mundiales, con prácticas muy agresivas de carácter monopolístico que perduran hasta nuestros días.

Ya entonces, en las películas estadounidenses se podía ver el estilo de vida consumista moderno. Por las imágenes de las películas – en los cortos de Chaplin, sin ir más lejos – desfilaban coches, neveras, supermercados, ropa cómoda y de corte moderno, que luego la propia industria estadounidense producía masivamente y exportaba.

Sin embargo, en las últimas dos décadas del siglo XX, los objetos y las imágenes propios del american way of life ya no eran producidos sólo en Estados Unidos ni contaban con capital mayormente estadounidense. Hace unos 15 años, Frédéric Martel, en su documentadísimo Mainstream – ensayo sobre la cultura que gusta a todo el mundo, demostró que el capital de las grandes majors de Hollywood no era de mayoría estadounidense sino global – japonesa o alemana en algún caso - y que, por otra parte, el entretenimiento de tipo estadounidense – contenidos y formas - ya se producía localmente en Corea, en China, en la India, en Egipto o en Brasil, con la misma calidad. El american way of life era ya, en el último cuarto del siglo XX, una producción del mundo entero. Todas las regiones de la tierra reproducían sus rasgos - y siguen reproduciéndolos - autónomamente. Hoy, en 2024, no se vislumbra tampoco ninguna solución de continuidad: no existe ningún foco civilizatorio alternativo que en el algún lugar del mundo esté disputando la hegemonía del american way of life, de la civilización del consumo.

A la crisis geopolítica de la hegemonía estadounidense que inaugura la nueva época, no corresponde una crisis civilizatoria del american way of life. Parece más bien que nos hallamos en la situación explicada por Ian Morris, en su perspicaz Guerra ¿para qué sirve?, cuando describe un típico fin de un imperio. Éste, según Morris, necesita paz para poder enriquecerse y necesita que sus súbditos se enriquezcan para poder imponerle tributos; los súbditos se enriquecen haciendo propias la cultura y la política imperiales hasta el punto de poder desafiar el Imperio mismo. Empieza entonces un período de guerras.

Al respecto, podríamos pensar en el fin del Imperio Romano de Occidente: el momento de su final político en el 476 d.C., no supuso ni el fin de las estructuras sociales y administrativas, ni mucho menos el fin de su cultura que reinterpretada ya entonces por el cristianismo (y también, un poco más tarde, por el Islam) y revisitada filológicamente a partir de la baja Edad Media, ha llegado hasta nuestros días – tanto es así que nos estamos expresando en un idioma derivado del latín.

Podemos hipotizar, en suma, que la época que las guerras actuales parecen inaugurar, estará marcada por un tipo de cultura nacido del american way of life con la particularidad de que no será Estados Unidos quien la ampare.

Parece darnos la razón, el hecho de que China, sin ceder al sistema político democrático-liberal, ha mostrado la vía de una sociedad de consumo madura, cuyos productos y estilo de vida son en todo homologables a los originales estadounidenses. Lo mismo puede decirse de otros estados – que, además, y sin que les parezca contradictorio, reivindican una cultura original, cuando no una originaria, como Arabia Saudí y los Emiratos del Golfo o la India.

Por otra parte, los signos de la inconsistencia de las alternativas a la sociedad de consumo son visibles desde hace decenios y algún corvaccio – cuervazo – como Pier Paolo Pasolini nos había avisado ya sobradamente.

Sin embargo, si, como consecuencia del realismo de nuestras reflexiones, nos dejáramos ganar por la impresión de que no queda espacio para ningún discurso ni imagen ninguna que no forme parte del plan de tenernos entretenidos en los centros comerciales o clavados en el sofá delante del televisor o absortos en Tik Tok, estaríamos tomando por verdad revelada las trolas del capitalismo consumista mismo. Bien saben los publicistas que no acabamos de estar nunca entretenidos, clavados y absortos – o como diría Foucault: no acabamos nunca de estar dominados.

Lo que el capitalismo consumista pregona es una utopía: para ser felices, basta vivir en el goce del consumo. Pero ay de aquel que toma en serio tal propuesta! Porque ser felices de este modo cuesta trabajo y dinero. Bien lo saben todos los que trabajan por lo menos ocho horas pero en las redes muestran sólo sus hobby y jamás su trabajo… y que cada noche toman Tranquimazin, Diacepam - y por la mañana Prozac si hace falta. Bien lo saben, aquellos a los que los tranquilizantes y los antidepresivos les parecen poco y, cual héroes del consumo, se meten coca, éxtasis, ácidos y fentanilo. Bien lo saben los educadores de calle de nuestras ciudades, que tienen que hacerse cargo del malestar de unos chavales pobres a los que se les ha prometido que van a vivir como ricos.

La ausencia de alternativas no supone en absoluto el cierre de todo el espacio donde el ser pueda respirar, donde se pueda ser libre en el sentido etimológico que nos desvela Benveniste en su clásico libro sobre las Instituciones Indoeuropeas: ser libre es crecer entre iguales. Se abre, al contrario, un espacio de libertad muy específico: llamémosle, al menos por ahora, el “espacio trágico”.

El espacio trágico es el lugar en el que una contradicción insoluble abre la posibilidad de crear algo nuevo, inesperado. Con Hegel: “La belleza carente de fuerza odia al entendimiento porque este exige de ella lo que no está en condiciones de dar. Pero la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se mantiene pura de la desolación, sino que sabe afrontarla y mantenerse en ella. El espíritu solo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento. […] Esta permanencia [en lo negativo] es la fuerza mágica que hace que lo negativo vuelva al ser.”  Así afirma nuestro filósofo en el «Prólogo» a La fenomenología del espíritu.

Podemos rastrear ecos de este pensamiento de Hegel en varios filósofos actuales. Por ejemplo, me parece particularmente interesante  como Alain Badiou, en un pequeño texto titulado 24 notas sobre el uso de la palabra “pueblo”, concluye diciendo: “La palabra “pueblo” tiene sentido positivo sólo respecto de una posible inexistencia del Estado: o bien de un Estado prohibido del cuál deseamos la creación; o bien de un Estado oficial del cual deseamos la desaparición”. De este modo, para Badiou “pueblo” es precisamente el sujeto que actúa en lo negativo – y sólo en ese sentido podemos usar esa palabra.

Desde el punto de vista político, por lo tanto, la invitación de Badiou – y de otros pensadores actuales como Zizek  – es la de encarar la continuidad del american way of life, más allá de un posible declinar de la hegemonía estadounidense, permaneciendo en la negatividad, atentos a la creación de la posibilidad política, social, artística, de que lo negativo vuelva al ser y atentos también a escapar de lo positivo de su institucionalización.

Esta negatividad es el corazón de lo trágico actual y es el rasgo fundamental de toda acción política y cultural en la época que ahora empieza. 

 

Publicado en El viejo topo, nº 443

lunes, 1 de mayo de 2023

AMERICANIZACIÓN

 


La globalización y el neoliberalismo, extendidos después de la caída del muro de Berlín al amparo de la hegemonía política y militar de Estados Unidos, han supuesto una aceleración en la difusión de la american way of life en mundo entero. En Europa, hasta los años ochenta del siglo XX, la americanización era un rasgo más propio del consumo y de la cultura popular. Ahora, sin embargo, se ha extendido a todos los aspectos de la vida social y cultural - desde los debates académicos hasta la vida política.

En el ámbito de la izquierda, la americanización ha supuesto un cambio de paradigma y un tránsito hacia ideales y objetivos diferentes. La izquierda europea había nacido, incluso como denominación, con la revolución francesa y nunca había abandonado la perspectiva revolucionaria: esto es, trascender la sociedad existente para crear otra mejor. A lo largo del siglo XIX y XX tal concepción fue robusteciéndose con elaboraciones de primer orden – Marx in primis, pero también Fourier o Bakunin – y midiéndose en las concretas luchas políticas de todo el continente – 1848, 1870, 1917. Durante el siglo XX, el pensamiento y la praxis de la izquierda europea incorporaron, además, elementos de la crítica a la consistencia del individuo que habían sido formulados por Nietzsche y Freud. Las reflexiones de la Escuela de Frankfurt, por ejemplo, vincularon a las experiencias de la intimidad psíquica con específicas dimensiones sociales. Se articularon así perspectivas de transformación radical – un mundo y un individuo completamente nuevo – con una desconfianza también radical hacia toda aparente coherencia discursiva, tanto institucional como individual.

La tradición de la izquierda estadounidense ha sido, en cambio, completamente diferente. Quizá porque en Estados Unidos no se conocieron intentos de restauración – como, en cambio, sucedió en Europa después de 1815 –, se consideró que allí la revolución de las Trece Colonias sí había alumbrado un mundo nuevo – que, una vez asentado, no necesitaba otra revolución. Las corrientes principales de la izquierda estadounidense han sido, por ello, siempre reformistas. No han conocido la aspiración a un cambio drástico del orden social, sino el deseo de su perfeccionamiento, teniendo como brújula la Declaración de independencia de 1776 – muy en particular, la promesa de felicidad individual que allí se expresa – y la constitución de 1787. Es este, en Estados Unidos, el horizonte de referencia para toda reivindicación. Recientemente, por ejemplo, los exponentes de movimiento Black Lives Matter, no han exigido cambios revolucionarios sino sólo el respeto de la Constitución, puesto que ésta ya asegura el principio de no discriminación para todos los ciudadanos.

El reformismo estadounidense tiene, además, otro fondo: el nunca resecado cordón umbilical con una específica tradición religiosa – a diferencia de la difusa secularización y del escepticismo europeos. La componente puritana, en particular, caracterizada por la literalidad de la lectura textual de Biblia y la idea de la santidad del creyente y de la comunidad de los fieles, es todavía apreciable en muchos debates de la sociedad de Estados Unidos – por ejemplo, en lo que se refiere al lenguaje “políticamente correcto”. Pertenece a ese acervo de origen religioso la concepción del individuo, considerado como una unidad primigenia consistente, “santa” – y no agrietada por inconsciencias y lapsus freudianos. Es este el individuo que tiene derecho a la búsqueda de la felicidad inscrita en la Constitución y que configura, a partir de entonces, el núcleo esencial, el principio primero de todo el orden político.

Estas características – reformismo e individualismo esencialista – son visibles, en diversos grados, no sólo en los rasgos culturales y políticos específicos de Estados Unidos, sino también – y no podría ser de otra forma –, en el modo de la recepción de ideas y comportamientos ajenos. La americanización no ha sido sólo una propagación de elementos culturales autóctonos, sino también – y en ello reside una parte importante de su fuerza – una absorción y una reelaboración de elementos exógenos, redifundidos luego globalmente. A la manera de lo que sucedió en la antigua Roma, la cultura estadounidense está abierta al mundo – quizá porque, como sugiere el sociólogo francés Frédéric Martel, “Estados Unidos es un mundo” –, adapta lo ajeno a sus propias concepciones fundamentales y lo hace luego objeto de broadcast.

En el ámbito académico y político, son ejemplares, en este sentido, las aventuras de las reflexiones sobre el orden del discurso de Michel Foucault. Para el filósofo francés, el estudio de la topología de la enunciación es una vuelta de tuerca más en el análisis, inaugurado por Nietzsche, de la fundamental historicidad, heterogeneidad e inconsistencia de los discursos, tanto si son institucionales como si son individuales. En la academia y en los ambientes activistas de Estados Unidos, tal análisis se ha sedimentado, en cambio, sobre el zócalo inagrietable del individualismo esencialista, transformándose en un argumento a favor de la consistencia del individuo. Por ejemplo, en las reflexiones sobre la “interseccionalidad”, la coincidencia de varios vectores de opresión (raza, género, clase) no da lugar a una concepción de un individuo roto por la heterogeneidad de tales vectores y, por eso mismo, capaz de cuestionar la solidez del molde opresivo y encontrar alianzas, también heterogéneas. Al contrario: es porque coinciden concretamente en mí estos vectores que puedo decir un “yo” irreducible a cualquier otra experiencia. Se redibuja, en suma, una vez más, la barrera infranqueable de la consistencia del individuo propia de la cultura estadounidense – eso sí, con una nueva argumentación.

No se trata sólo de discusiones académicas. La relectura de la crítica foucaultiana al orden del discurso en clave esencialista, propia del ámbito estadounidense, ha sido una de las bases conceptuales de concretas medidas políticas y sociales. Al considerar, insostenibles los marcos discursivos neutros y tendientes a la universalidad, se intenta reducir todo enunciado al individuo que lo profiere. Como en un juego de muñecas rusas, una serie de identidades sólidas y consistentes justifica que sólo cierto género pueda hablar de sí mismo; dentro de este género, las personas de cierta raza serán las únicas que podrán hablar de su propio sub-grupo; dentro de este sub-grupo, las personas que tengan determinada especificidad sexual constituirán otro conjunto aislado... No hace falta subrayar que este tipo de definición topológica del hablante tiende a abolirse a sí misma:  no hay razón de interrumpir la serie antes de llegar al átomo primigenio de toda experiencia que es el individuo mismo – recordemos que, efectivamente, en la Non-binary Wiki existe la definición de egogender, como aquel género integrado sólo por uno mismo.

La afirmación axiomática de la consistencia individual tiene como consecuencia la imposibilidad de disponer de instrumentos para analizar crisis y malestar del individuo mismo - y de la comunidad de la que es el zócalo. En este sentido, toda crisis tendrá irremediablemente una etiología exógena, en tanto que no es concebible que el individuo o el grupo, apodícticamente consistentes, puedan contener heterogeneidades críticas. El remedio no puede ser entonces más que añadir otro elemento consistente a la consistencia anterior, una prótesis por así decirlo, que colmate la grieta que se haya producido. Un ejemplo, a la vez conceptual y político, de cuanto decimos ha sido la crisis del “grupo” modernidad/colonialidad (Grupo M/C), que se rompió alrededor de la cuestión del apoyo o no al gobierno bolivariano de Venezuela. Ramón Grosfoguel, sociólogo perteneciente al Grupo M/C, en su recentísimo De la sociología de la descolonización al nuevo antiimperialismo decolonial, afirma, por un lado, que hay movimientos e intelectuales decoloniales apoyados por la CIA (el elemento externo que lleva a la crisis) y, por el otro, propone de añadir “antimperialista” a la secuencia feminista, antifascista, ecologista, antirracista y anticolonialista, para distinguir uno de los dos bandos.  Salta a la vista que se trata de una operación infinita: cualquier crisis de cualquiera de los términos necesitará una nueva prótesis conceptual. Reencontramos similares problemáticas en el ámbito del debate feminista, cuando Nancy Fraser, ante la evidencia de que existe un feminismo procapitalista, considera necesario añadir el adjetivo socialista a feminista, para asegurar la operatividad crítica de su propio pensamiento.  

La negación de toda posibilidad de universalidad discursiva en aras de la consistencia última e intrasmisible de la experiencia individual, presupone, sin embargo, algún marco que sustente la posibilidad de comunicación entre individuos y, por lo tanto, la existencia de la comunidad. Es aquí donde podemos apreciar como el individualismo esencialista y el reformismo político “hacen sistema”. La crítica individualista al universalismo no es absoluta en términos conceptuales, políticos o existenciales, sino que presupone el marco del Estado y del sistema capitalista naturalizado en la declaración de independencia estadounidense – sobre todo gracias al derecho a la propiedad y a la búsqueda de la felicidad. Es por ello que en Estados Unidos – y en las sociedades americanizadas – quejas y reivindicaciones, aun de matriz antiuniversalista, tienen ese rasgo patriótico y constitucionalista que indicamos a propósito del movimiento Black Lives Matter. También por la misma razón, las películas de Disney, vector fundamentalísimo de la difusión del american way of life, asumen postulados  feministas, ecologistas, antirracistas y anticolonialistas. Tales películas son en sí mismas la expresión del capitalismo actual y son, por lo tanto, en la óptica reformista estadounidense, el lugar adecuado para expresar quejas y reivindicaciones.

Es más, las películas de Disney, suponen la expresión no sólo de la coincidencia de paradigmas culturales y políticos, a la vez capitalistas y reformistas, sino también una muy concreta convergencia de intereses entre las clases educadas urbanas, que votan a la izquierda y se han beneficiado de la globalización, y las multinacionales que producen contenidos culturales – o nuevas tecnologías. El multiculturalismo, típico de tantos blockbusters recientes, no es sólo una cuestión de abertura cultural y política hacia el Otro, sino también una expresión del ámbito supraestatal de la acción de las multinacionales mismas –  interesadas en promover la sustancial integración de toda persona, independientemente de su sexo, raza o religión, al capitalismo mismo, como consumidor y como trabajador. Finalmente, también da fe del origen americano de este multiculturalismo el hecho de que promueva una visión también esencialista de los Otros y de sus comunidades, imaginándolos como integrantes de culturas primigenias, holísticas e intocadas. Una nueva versión, en suma, del mito, moderno y occidental donde los haya, del Buen Salvaje – al que se priva, una vez más, de historia y de política, con el argumento, típicamente esencialista, de una imposible conexión y comparabilidad entre culturas.

El paradigma reformista y esencialista, en tanto que descarta, niega y obvia todos los constructos sociales y culturales que supongan una crisis radical en su propio seno, no es capaz de interpretar cabalmente sus propias fracturas. Crisis y malestar crecen sin que haya manera siquiera de nombrarlos, hasta que explotan en forma violenta, pero in-significante. Las matanzas perpetradas por personas corrientes que un día cogen sus armas y disparan a sus vecinos, a sus compañeros de trabajo o a fantasmáticos objetos de odio, podrían ser un triste ejemplo de cuanto venimos diciendo.

La potencia política y económica de Estados Unidos genera, por otra parte, un efecto de espejo y de atracción. La cultura estadounidense está amparada por la (híper)potencia industrial y militar del país, que provee las bases para su difusión. No se trata sólo de sinergias genéricas: las enormes cuotas de pantalla de las películas de Hollywood son objeto de muy específicas – y rudas  – negociaciones entre gobiernos.  La academia estadounidense posee un concreto poder de atracción por los sueldos y posibilidades de desarrollo de investigaciones que brinda. Se genera así un efecto de loop: reformismo y esencialismo constituyen una verdad porque se imponen y se imponen porque son verdad – más allá de cualquier consideración sobre su efectividad conceptual o política. Tales constructos generan efectos reales con su imposición, pero no tienen necesariamente relación con las diferentes realidades a las que adhieren. Son más bien discursos e imágenes “pegados encima”, con la cola de la potencia, a mundos que les son ajenos.

La izquierda, en Europa como en todo el mundo americanizado, al haber asumido estos postulados, por interés de clase y comunidad de cultura, ha tenido que pagar en ceguera las ventajas de compartir hegemonía. En consecuencia, algunas cuestiones centrales, que definían políticamente a la izquierda, se han deslizado a los márgenes, si no han desaparecido por completo. La problemática de la pobreza, por ejemplo, ha acabado por ser considerada, en Europa, un asunto técnico – y no sistémico – a gestionar a través de los servicios sociales – en Estados Unidos se gestiona también penalmente, según la vieja tradición religiosa anglosajona que considera a los pobres unos delincuentes. Así, las personas de escasos recursos, lo que queda de la clase obrera y los precarios se orientan, por rabia, por miedo e incluso por afinidad cultural hacia la derecha. Tal deriva política de las clases otrora troncales en el voto, conforma uno de esos límites donde el pensamiento y la práctica política de la izquierda ahora naufragan, sin que siquiera haya una interrogación sobre las razones del naufragio. Realismo y capacidad de análisis crítico – y autocrítico – quedan, en estos momentos, fuera de su alcance.

Es posible que, contrariamente a lo que se suele afirmar, sólo una perspectiva revolucionaria, en el sentido definido más arriba de imaginación trascendente de una sociedad otra – y cuyo andamiaje está por definir  –, permita ahora un análisis realista de las tensiones sociales  y una acción que sepa significar la negatividad y la violencia que habita toda sociedad americanizada. Mas, es sobre todo el deseo de otro mundo y de los Otros que habría que recobrar – cercenado por definición en el mundo imaginado por el reformismo esencialista. Un deseo que, como glosa con precisión la escritora feminista Elisa Cuter en su espléndido Ripartire dal desiderio (Volvamos a empezar por el deseo), será siempre confuso y conflictivo, pero abierto al futuro y radicalmente fértil.

 Artículo publicado en El VIEJO TOPO, nº 423, abril 2023