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lunes, 6 de mayo de 2024

IZQUIERDA DE CLASE

 

Varios son los factores por los que la izquierda ha progresivamente abandonado todo horizonte de transformación radical de la sociedad o, incluso, más modestamente, de verdadera redistribución de la riqueza. Por una parte, las ideas que, en su tradición política y cultural, sustentaban las hipótesis revolucionarias han demostrado con el tiempo su inoperancia: ni el capitalismo ha entrado, implosionando, en una crisis definitiva, ni ha aparecido ningún “sujeto histórico” que lo desafiara y derrotara. Al tratarse, además, de una tradición muy determinista, tales fallos han supuesto mucho más que una derrota táctica. Todo el edificio conceptual se ha derrumbado, privado de las razones que debiera de haberle insuflado  una “historia ” que ahora parecía dirigirse hacia otros lidos.

Por otra parte, a partir de los años sesenta, la sociedad se ha ido reconfigurando: la clase obrera ha menguado, el sector terciario ha crecido exponencialmente y, con ello, también el conjunto de las personas con educación superior. El voto de izquierda ha dejado de ser, en consecuencia, mayoritariamente obrero y ha empezado a ser la expresión de las clases educadas urbanas. Las élites políticas de izquierda se han adaptado a este nuevo contexto – que es, además, de donde han ido proviniendo sus  nuevos miembros.

De hecho, las clases educadas urbanas son las herederas de una parte importante de las anteriores clases medias. Donde antes había estudios de contabilidad o de peritaje, ahora hay carreras universitarias de empresariales o de ingeniería. Hasta los años sesenta del siglo pasado, la clase media identificaba estabilidad material y cierto tradicionalismo cultural. Un sentir que la llevaba a votar por los varios avatares de la democracia cristiana europea y también por los partidos socialdemócratas – sin que hubiera grandes diferencias en sus programas. Las tensiones propias de la Guerra Fría y la presencia de partidos comunistas importantes en países como Italia o Francia, atemperaban, en general, las políticas dictadas por los intereses del capital.

El cambio cultural que supuso el advenimiento de la sociedad de consumo y la consiguiente revolución antropológica, llevó las clases medias, ahora ilustradas, a identificarse con ideales más progresistas en cuanto a los derechos civiles – feminismo, derechos LGTBIQ+, antirracismo – que, sin embargo, eran entendidos como la coronación de aquel “sé tú mismo” autocentrado y sometido al mandato a gozar propio del consumo. El tradicional deseo de estabilidad económica y el miedo atávico a perder el estatus de “medianía” para acabar en los bajos de la escala social, no obstante, seguía allí. El fin de la Guerra Fría y la imposibilidad de reinventarse de los partidos comunistas, hicieron perder toda razón de renovar ese implícito pacto entre clases bajas y clases medias, propio de las políticas democristianas y socialdemócratas de la postguerra mundial. Los partidos comunistas desaparecieron y los partidos socialdemócratas abandonaron a las clases bajas aceptando y promoviendo una mengua generalizada del estado del bienestar. Obreros y trabajadores de rentas bajas acabaron así a la intemperie. En el momento actual, la izquierda política representa los intereses de una clase media cuya cultura ha cambiado pero cuyos objetivos materiales permanecen relativamente estables.

Las consecuencias de esta mutación político-cultural le habrían parecido absolutamente lógicas al viejo Hegel. Al quedar los ideales ilustrados como propios de una clase social – la clase media educada urbana -, que además los usa como signo de distinción, estos han perdido su universalidad y se han vuelto particulares. Son los ideales de una clase y ya no los ideales de la humanidad. Los adversarios políticos se han dado perfecta cuanta y ahora reivindican su propria particularidad político-cultural de derechas frente a la particularidad de la izquierda. Además, también de manera muy natural, las clases bajas que se han quedado social y culturalmente desamparadas ya no son aliados y no se sienten particularmente concernidos por el destino de las clases educadas urbanas.

Sólo una vuelta a la centralidad de la cuestión de la redistribución de la riqueza, supondría un claro signo de voluntad de alianza con las clases bajas, por parte de las clases educadas urbanas. Y sólo de esta manera, ciertas ideas de la tradición de la izquierda como la igualdad o el pacifismo, podrían volver a tener al menos un halo de universalidad y ser, por ello, mínimamente operativas. Pero ¿es eso posible?

En estos momentos las clases educadas urbanas están socialmente y políticamente ciegas. Al considerar sus propios ideales centrados en los derechos civiles como universales (aunque se hayan vuelto particulares) sólo pueden ver en quien los rechaza un monstruo de inhumanidad. ¿A qué otro estatus pueden aspirar posturas que aborrecen el feminismo o que son racistas? Sin embargo, “los otros”, las clases bajas, ven a la clase educada urbana como una clase que favorece la jibarización del welfare, mantiene firmemente sus privilegios y pretende, hipócritamente, que el camino del cambio social sea una cuestión de signos – como el lenguaje inclusivo – o de comportamientos personales “correctos”. En aras de un pacifismo interesado, además, se castiga toda expresión violenta de las necesidades y dificultades: enfrentarse a la policía en la calle se ha vuelto delito. Vistos desde la óptica de las clases bajas, los ideales progresistas son sólo un arma de control social.

Ahora bien, hasta aquí hemos indicado cuales son los intereses de clase educada urbana, de manera que la pregunta realista es: ¿qué utilidad puede tener para tal clase escuchar a los monstruos que viven en el terreno baldío de la dificultad y lo políticamente incorrecto? Yo diría: su propia supervivencia.

La derecha también ha sufrido una revolución antropológica – por las mismas razones de la izquierda. A la luz de su tradición cultural ello supone el abandono del ideal de sacrificio y sumisión a la norma social y, en cambio, la plena asunción del mandato a gozar. Como a menudo en la política contemporánea, es desde Italia de donde nos llegó, en los años ´90, la figura ejemplar de esa mutación: Silvio Berlusconi -quién ha tenido en Donald Trump un mucho más poderoso discípulo. Lo que desde entonces ha sucedido en Italia en el ámbito de la cultura y la política de la derecha – cuyo epítome es el actual gobierno de Giorgia Meloni – primera mujer en ser primera ministra de Italia –, se podría nombrar como neofeudalismo. El núcleo radicalmente individualista de la sociedad de consumo da lugar, en la política de la derecha, a una intolerancia hacia los poderes de toda institución pública. Quizá es en el ámbito del derecho donde esta tendencia se puede observar con más claridad. El gobierno de Giorgia Meloni, más moderno que el de Orban en Hungría o del PiS en Polonia, está trabajando sobre todo en deconstruir todas las cortapisas jurídicas a la apropiación privada – incluso delictiva - de los bienes públicos, limitando el poder de los jueces y de la prensa y eliminando figuras penales como el abuso de poder. Ha dado, además, algunos ejemplos personales de su concepción de lo público: el ministro Lollobrigida – yerno de Meloni – hizo parar un tren de alta velocidad en una estación no prevista porque le veía bien.

En un mundo neofeudal, donde las élites de la derecha se alían con las clases bajas, la clase educada urbana está destinada a la marginación. Quizá haya que volver a meditar sobre el poderoso cuadro de Eugène Delacroix, La Libertad guiando al pueblo, donde el pueblo arrastrado por la Libertad está constituido de manera visible por burgueses y sans-culottes. Pero ¿pueden las clases educadas urbanas ahora siquiera hablar con las clases bajas?

Pensar en sí mismo como una persona “buena” es un signo de insoportable narcisismo. Mucho antes de la revolución antropológica de la sociedad consumista, se consideraron a sí mismas como personas buenas los moralistas de todas las religiones y muchos gobernantes.  El narcisismo actual, sin embargo, hunde sus raíces en el “mandato a gozar”, esa obligación al goce que es el núcleo de la cultura consumista. El goce sólo conoce “yo”: “tú” es siempre un elemento de limitación si no directamente una molestia a quitar del medio. La subjetividad producida por la sociedad de consumo es narcisista por definición.

En el origen etimológico de la palabra “monstruo” hallamos: monstrat futurum, monet voluntatem deorum – muestra el futuro y advierte de la voluntad de los dioses. La “voluntad de los dioses”, para nosotros mortales del siglo XXI, es aquella fuerza que actúa más allá de las personas. Así es como el actual “monstruo” fascista, racista, machista, conservador, monet voluntatem deorum a los progresistas: les habla de su propia subjetividad. Los signos de esa fundamental fraternidad original entre conservadores y progresistas abundan, para quien mire sin anteojeras: la cancel culture, por ejemplo. Unos y otros, como buenos narcisistas, literalmente “no quieren oír hablar” al otro respectivo. Si pudieran lo cancelarían del todo: lo matarían. Freud tiene pasajes luminosos al respecto en el Malestar de la cultura.

No cabe justicia ni social, ni de ningún tipo, si el Otro no se considera persona - y por lo tanto portador de los mismos derechos que yo. En este sentido, el reconocimiento de la fundamental homogeneidad actual de la subjetividad, más allá de las opciones políticas, del origen común del narcisismo de la clase educada urbana y de las clases bajas, permite anudar un diálogo que sólo redunda en beneficio de unos y otros. Puede preservar a la clase educada urbana de la extinción y hacerla incluso portadora real de esos ideales universales de igualdad y libertad, que ahora, son sólo sus instrumentos de dominación. Puede ayudar a que las clases bajas adquieran instrumentos adecuados para liberarse de la sumisión al neofeudalismo – y de sus tentaciones. Algo que sólo puede suceder a pacto de que los “ilustrados” no hablen en lugar de las clases bajas, ni que a estas se les exija que se “alfabeticen” como les exigió la Ilustración - poniendo en marcha ese perverso mecanismo, propio de toda la modernidad, por el que las clases bajas sólo podían liberarse aboliéndose a sí mismas en el prefabricado paraíso ilustrado.

Reconocer el parentesco narcisista con el Otro, impediría también la otra pirueta del pensamiento ilustrado que consiste en cambiar el signo delante de la otredad y considerar que el Otro es “santo”: no tiene historia, ni su sociedad está atravesada por tensiones políticas - ni puede siquiera hablar con los “ilustrados” sin traicionarse. Es el “buen salvaje”, conectado holísticamente con la madre Tierra, libre de toda colonización. Está, en suma, tan monstruosamente separado de los ilustrados como su versión supuestamente malvada.

El Otro no es tan otro, hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère.  El abandono de toda superioridad moral puede tener en esta constatación su razón y puede permitir que la izquierda posponga su interés de clase incluso, dialécticamente, por su propio interés de clase.

Publicado en El viejo topo, nº 436

martes, 12 de octubre de 2021

ENSEÑAR COMO HABLAR A LOS OBREROS


¡Ha traicionado a los obreros!... Sería natural pensar que una acusación semejante se lanzara en un mitin de un partido de acendrada tradición marxista  o en una manifestación sindical de un primero de mayo y que el acusado fuera un político liberal-socialista. Nos equivocaríamos. Quien la profirió fue un líder de la extrema derecha en un mitin de la campaña para las elecciones legislativas españolas de 2019. Eso sí, el acusado era el actual presidente del gobierno que, efectivamente,  pertenece a la familia socialdemócrata. Si alguien, hace cuarenta años, le hubiera sugerido a un jefe de la ultraderecha un eslogan parecido, seguramente habría sido inmediatamente expulsado del partido por bolchevique (infiltrado). Los tiempos cambian.

Aún así, podríamos pensar que se trata de un exabrupto mitinero, cuya finalidad es adobar al enemigo de todos los males que la fantasía pueda sugerir a un asesor de campaña. El mitin tuvo lugar en una ciudad del “cinturón rojo” de Barcelona. Una típica ciudad obrera. En algunos de sus barrios más pobres la ultraderecha fue el segundo partido más votado. Muchos “obreros” – y parados -, suscribieron, por lo visto, la idea de la traición.  Se ha ido así consumando, en España también, una mutación del espectro político que ha tenido precedentes en muchas democracias del mundo. 

Sabemos que la palabra “obrero” es, en estos contextos, sobretodo una  categoría mítica generalmente usada para nombrar al conjunto de la población con rentas bajas, trabajos poco cualificados y mal pagados - si es que los tienen -, y bajo nivel educativo. Muchos de estos “obreros” han votado a Salvini, a los Kaczynski, a Trump y a Abascal. Marine Le Pen suele afirmar que el suyo es el partido obrero más grande de Francia. Recientes estudios de largo alcance sobre las tendencias de voto, apuntan que en los años 50 y 60 del siglo pasado los partidos de izquierda  cosechaban los mejores resultados entre los votantes con bajos niveles de educación e ingresos, mientras los partidos conservadores los obtenían en las clases medias y altas – entre cuyos representantes se hallaban las personas con más nivel educativo. A partir de entonces, de manera lenta pero imparable, los votantes con más educación se han ido decantando por los partidos de izquierda. Algunos politólogos consideran que, actualmente, los partidos constituyen un sistema “multielites”, siendo, grosso modo, la izquierda la representante de las elites culturales y la derecha de las elites económicas. No es difícil inferir que la progresiva extensión, más allá de las clases altas, de la población con estudios superiores, tiene que ver con esta tendencia. Una parte importante de la actual elite cultural posee mucho capital simbólico y escaso capital económico – aunque las “clases creativas” ciudadanas detentan importantes resortes económicos y son también, en general, más proclives a votar a la izquierda. Esta lucha entre las elites, deja fuera de juego a la población que no tiene ni estudios ni capital económico. 

 A los partidos de izquierdas les gusta todavía considerarse como los defensores de los “de abajo”. Sin embargo actualmente ningún partido defiende una “revolución”.  A lo largo de la segunda mitad del siglo XX la izquierda se fue quedando sin proyecto alternativo al capitalismo. Sólo sobrevivieron las ideas socialdemócratas de contención y corrección de los aspectos más inicuos del propio sistema capitalista.  En este sentido, el mensaje de la izquierda actual a las clases bajas es límpido: no hay otro mundo que imaginar – aunque intentaremos corregir este. La erradicación de la pobreza queda como meta utópica y lejana del capitalismo mismo. El corolario de tales concepciones es que, a los ojos de los “obreros”, las ofertas políticas de la izquierda y la derecha no tienen diferencias esenciales sino sólo prácticas. Por ejemplo, unos proponen la subida de impuestos para proporcionar una mejor protección social en un momento de crisis económica, mientras otros aseguran que eso empeoraría aún más la situación. No hay propuestas que contemplen alternativas a la sociedad que produce cíclicamente crisis económicas.  

Cada una de las dos elites defiende su capital. La defensa del capital simbólico se juega obviamente en el campo de lo simbólico, en algunos aspectos de una manera muy clásica: creando códigos particulares cuyo manejo denota conocimiento y pertenencia. Las “neolenguas” progresistas, - como son las variantes del lenguaje inclusivo -  tienen este sentido. Con ellas se quieren distinguir los miembros de la élite cultural – y quienes se postulan para ello – de modo que, por ejemplo, léxico y modismos identifiquen sin ambigüedad posturas progresistas. Se trata de un instrumento importante para adquirir ventajas  tácticas y estratégicas, marcando territorios institucionales, políticos y sociales por los que, sin el adecuado conocimiento lingüístico, se tendrán dificultades para circular. El uso de códigos culturales elaborados para mostrar pertenencia es, por otra parte, una estrategia socio-política con una larguísima tradición. La burguesía, por ejemplo, exigió siempre “buenos modales” para poder reclamarse de ella: desde el uso de un léxico y una sintaxis apropiados hasta un conocimiento cabal de los comportamientos corporales en la mesa. Tales “buenos modales” eran también, antes como ahora, armas arrojadizas en las luchas de poder internas a las élites mismas.

La voluntad de crear una neolengua propia ha acompañado a la izquierda desde su nacimiento. Nos baste recordar que, en 1793, los revolucionarios franceses reorganizaron el calendario y cambiaron los nombres de los días y los meses. En este sentido, es revelador comparar cuáles eran los objetivos de aquella reforma nominalista y de la actual. El calendario republicano francés aprobado por la Convención Nacional el 5 de octubre de 1793, había sido elaborado por un matemático y tres astrónomos y reflejaba la voluntad revolucionaria de imponer una visión científico-racionalista del mundo. Una visión que se identificaba a sí misma con el progreso y se oponía a la tradición cristiana considerada como la base cultural del antiguo régimen. Así los días de la semana dejaron atrás sus nombres relacionados con las divinidades paganas y las festividades cristianas y pasaron a un austero primidi, duodi, tridi, etc. En vez de un santo, a cada día se le asignó una planta, un animal o un utensilio. El nuevo primer día del año (el 22 de septiembre, según el calendario gregoriano) era así, siguiendo una lógica impecable, el primidi, vendimiaire, raisin (primidi, vendimiario, uva).

Si analizamos ahora cuál son las propuestas de las neolenguas progresistas actuales veremos que están centradas en la cuestión de la identidad individual,  esencialmente en los aspectos corporales como el género o los  rasgos étnicos. Ya no importa la racionalización de la vida social sino la denominación de la persona. Se trata, por lo tanto, de una reforma lingüística con un background radicalmente individualista. Su horizonte son los derechos individuales – motor a su vez de las políticas de reconocimiento. Un ejemplo particularmente ilustrativo en tanto que lleva al límite la lógica subyacente a las neolenguas actuales,  se puede hallar en la Nonbinary Wiki, donde encontramos la definición de Egogender  (de “ego”, “yo” en latín y “gender”, “género” en inglés). Se trata de un género tan específico de un individuo que sólo puede ser nominado como “yo (o nombre de la persona)” género.

La neolengua progresista se nutre, en suma, del individualismo radical propio de nuestra sociedad (“There is no socitey”, como resumía con genio Margareth Thacher) para intentar orientarlo a la lucha entre las élites culturales y las económicas – aceptando cabalmente el marco del capitalismo consumista.

Las neolenguas progresistas – como todas sus antecesoras – nacen de especulaciones propias de la cultura universitaria cuya posesión constituye específicamente  el “capital simbólico”. Una cultura necesaria tanto para entender la propuesta de reforma lingüística como para poderla, eventualmente, usar con soltura. Los “obreros”, con escasa formación reglada quedan en consecuencia excluidos, a la vez sin palabras y sin horizonte de transformación.  Aclaremos aquí que la formación es sólo una parte de la cultura: no tener educación superior no quiere decir no tener cultura, sino sólo no tener esa parte de la cultura apta a constituir un capital simbólico.

Es importante tenerlo en cuenta, porque los “obreros” actuales también son individuos consumistas. Al igual que a todos los demás,  a ellos también les ha llegado la característica invitación  a gozar del consumo  y la promesa de su infinita multiplicación. Pero ¿qué sucede cuando la promesa de la felicidad consumista llega acompañada de una evidente imposibilidad material de realizarla? ¿Qué se siente ante el festival de bienes de un centro comercial cuando no sólo no se tiene ningún margen económico para gastos superfluos, sino que se sabe o se intuye que tampoco se tendrá en el futuro? ¡Frustración y resentimiento!

En otros momentos históricos “la voz de los que no tienen voz” ha hallado espacios expresivos propios que han permitido fructíferas alianzas socio-políticas. A lo largo de todo el siglo XIX, por ejemplo, la reflexión sobre la cultura popular ha denotado a la vez el empuje de las nuevas clases populares y el interés de las élites progresistas por buscar alianzas. El famoso cuadro de Eugène Delacroix “La libertad guiando al pueblo” es una ejemplo icástico de cuanto decimos.

Con el advenimiento de la cultura de masas, sin embargo, la cultura popular autónoma desaparece y las elites y el pueblo comparten básicamente la misma cultura. La diferencia empieza a establecerse de manera muy acentuada únicamente por la formación superior. De ahí, que la izquierda actual tenga tantas dificultades para conjugar la defensa de sus intereses como élite cultural, con  los intereses de los “obreros”. Los discursos emancipatorios individualistas son las armas de las elites culturales para intentar defender su poder y no pueden ser extendidos a quien no tiene ese capital simbólico. Se necesitaría una adaptación socio-cultural que los desdibujaría por completo. Es por ello que más allá de la valla del lenguaje inclusivo se extiende el desierto de un resentimiento sin nombre.

En la lucha por la hegemonía las elites culturales están claramente en desventaja. El meollo del poder económico no se discute ya que las propias elites culturales dan por sentado que el marco de todo poder actual es el capitalismo consumista. Las elites económicas pueden dormir tranquilas: nadie pretende ya transformar radicalmente el régimen de la propiedad privada o de los medios de producción. La lucha entre las elites tiene lugar por completo alrededor del capital simbólico. De esta manera, las elites culturales no pueden estar más que a la defensiva, porque la posibilidad de un cuestionamiento radical del poder de las elites económicas  está excluida de entrada.

Todos los grandes textos de Antonio Gramsci fueron escritos en la cárcel y constituyen una  meditación sobre la derrota de la izquierda europea en los años 30, cuando el fascismo se fue adueñando del poder en casi toda Europa. Su clásica apelación a la creación de una literatura nacional-popular era un llamado a la izquierda, en los términos de su tiempo, para realizar una profunda reflexión respecto de los errores políticos y culturales que había cometido y que habían arrojado a tantas personas en los brazos del fascismo. Me gustaría pensar que no hace falta acabar tras los barrotes, vigilados por los que pensábamos estar defendiendo,  para empezar una fértil autocrítica.  

 

Publicado en El Viejo Topo, nº 404, Septiembre 2021