Claudio Zulian

jueves, 2 de noviembre de 2023

IMÁGENES Y CAPITALISMO

 

La articulación cultural de las imágenes – su sentido – forma parte de todo aquello que “se desvanece en el aire” – según la célebre metáfora del Manifiesto Comunista. El advenimiento del capitalismo y su dinámica revolucionaria, hace aflorar la historicidad de todo orden cultural y político, que queda, por eso mismo, desgarrado. Se fuerza así a los hombres “a considerar sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas sin ilusiones”[i]. Las imágenes, en el pensamiento crítico moderno, han sido muy a menudo acusadas de complicidad en la creación de tales culpables ilusiones.

En la Encyclopédie de Diderot y d’Alembert, por ejemplo, la voz “pintura” asevera que ésta “no tiene ninguna relación con las necesidades de la vida”. A renglón seguido, en una clara alusión al orden cultural del Ancien Régime, podemos leer que “los que han gobernado los pueblos en cualquier época, siempre han utilizado pinturas y esculturas para inspirar mejor los sentimientos que querían transmitir, sea en religión, sea en política”[ii]. Según esta concepción, las imágenes serían pues, por una parte, un simple solaz de los sentidos pero, por otra parte, tendrían un gran poder, casi coactivo, visible en el campo político y religioso.

Diderot y D’Alembert perciben, de hecho, que las imágenes están indisolublemente ligadas al cuerpo. En la misma voz, sostienen que los pueblos del sur son los más sensibles al poder de las pinturas y las esculturas, por estar más cercanos al sol. Cuanto más sensuales son los cuerpos, menos libres son y más fácil es engañarlos a través de las imágenes para que obedezcan ciegamente. Es por ello que las imágenes pueden ser a la vez epistemológicamente irrelevantes y políticamente significativas; pueden ser un simple fenómeno perceptivo, emparentado con otros fenómenos que producen placer pero no sentido, y, sin embargo, ser potencialmente peligrosas: su poder de seducción no permite la libre determinación de sí mismo. Esta contradicción refleja fielmente la tensión que subyace a la afirmación ilustrada que la razón es el único instrumento apto para descifrar las leyes de la naturaleza y promover la emancipación de la humanidad. Pero algo resiste, algo no acaba de poder ser reducido ni a algoritmo ni a silogismo, algo vuelve a preguntar una y otra vez por su propio trágico destino: el cuerpo que goza y muere. Sade y Goethe se encargarán de aducir icásticos ejemplos de ello - en el ocaso de un racionalista siglo XVIII que desembocará en la orgía de corporalidad exaltada y destructiva de la época napoleónica.

La condena de las imágenes es uno de los elementos de la separación radical entre razón y cuerpo que instituye el proyecto ilustrado - y es una elaboración específica suya. El proyecto renacentista, del que los ilustrados retomaron tantos elementos, no lo había planteado así. En aras de un platonismo sensualista que consideraba posible presentar los modelos hiperuránicos directamente a los sentidos, tanto el cuerpo sensible como la imagen misma estaban incluidos en el proyecto general de emancipación de lo humano[iii]. Es esta la razón por la que, si nos acercamos a los grandes momentos de la pintura y la escultura renacentista o del primer manierismo podemos percibir una profunda confianza en el espesor significante de cuadros y esculturas. Es más, a comienzos del renacimiento, Leon Battista Alberti, intentando una definición ya completamente externa al campo religioso, afirmó que una imagen es “cualquier objeto que lleve una huella de actividad humana”[iv], tanto si es una estatua como un utensilio. Según esta definición, hay, por lo tanto, un gesto, una dimensión corporal concreta, en la raíz misma de cualquier imagen.

Desde la Ilustración hasta nuestros días – y con argumentos análogos – las imágenes y sus ámbitos han sido objeto una y otra vez de condena por parte de quien enarbola proyectos de emancipación. Sin embargo, desde la condena ilustrada, “los que han gobernado los pueblos” han hecho un uso cada vez más masivo de las imágenes para “inspirar sentimientos” a sus sujetos. Podría parecer que, desde este punto de vista, el proyecto ilustrado ha fallado estrepitosamente. O quizá no.

En el mismo siglo XVIII, empezó a verse, al trasluz del capitalismo consumista incipiente, que el cuerpo moral y razonable del burgués que relegaba las imágenes al puro entretenimiento – o las empleaba razonablemente -, se desdoblaba en otro cuerpo. Este inesperado y alocado hermano siamés se drogaba no sólo con vino y aguardiente, sino también con tabaco, café y chocolate que fluían por las redes globales marítimas y terrestres; comía azúcar compulsivamente; quería vino fresco incluso en verano y se compraba ropa nueva a cada estación; y también era muy goloso de imágenes: las casas se fueron llenando paulatinamente de pinturas, estampas y bibelots, más grandes o más pequeños  según las posibilidades económicas de las personas que las habitaban.   

En suma, por un lado, los ideólogos del proyecto ilustrado, los censores burgueses y, con el tiempo, incluso la mayoría de los críticos anticapitalistas han exigido sumisión y moralidad. Las imágenes sólo han podido reivindicar un sentido si han servido a la “virtud” – y han sido entonces edificantes o, como diríamos ahora, políticamente correctas. Un impulso alegórico[v] las tiene que guiar, generando una correspondencia explicita entre lo representado, la forma de la representación y los discursos del “bien” políticamente y éticamente validados: desde el siglo XVIII, la moral burguesa, con todos sus avatares[vi]; en el siglo XX las doctrinas políticas y sus éxitos más o menos revolucionarios[vii]; en el siglo XXI, las políticas de reconocimiento. Por otro lado, ha crecido a pasos agigantados una industria de imágenes - cuyos  empresarios, además,  iban asegurando que se trataba de puro entretainement y con ello, en un juego hipócrita,  parecían asumir las prescripciones éticas y políticas impuestas a las imágenes por los discursos ilustrados mismos.

Si antes aludíamos al capitalismo como trasfondo de esta concepción aparentemente contradictoria es porque el desprecio de las imágenes y su producción industrial son, de hecho, dos caras de una misma biopolítica, capitalista y consumista, cuyo objetivo  es desenclavar, en todos los ámbitos, lo corporal de la compleja red de su íntimo trabajo de significación. Sexualidad, salud, psiquismo, mortalidad, quedan en manos de la ciencia y el resto, aquello que de lo que la ciencia no puede hacerse cargo, en manos de la diversión. Nótese que este último término – al igual que distracción o entretenimiento – supone la presencia conceptual de dos elementos: aquello que nos distrae – un libro, una película, un reel – y aquello de lo que queremos ser distraídos – el aburrimiento, las dificultades, la muerte.  A través del entretainment el sujeto que el capitalismo intenta producir queda incapacitado para conectar de manera autónoma sus diferentes y específicas dimensiones corporales y está, por ello, a su merced.

El espejismo del individualismo contemporáneo halla en esta operación su raíz. Para el sujeto, invitado por el capitalismo a consumir, a gozar sin límite, la experiencia vital parece ser personal y única. Efectivamente suyos son los placeres y los goces, porque es su propio cuerpo donde los experimenta. Pero al haber aceptado su in-significancia – “es sólo entretenimiento” - y con ello su desconexión de lo específico de su propia experiencia, estos placeres se vuelven industrialmente formateables e infinitamente repetibles. Es posible, incluso, inventar comercialmente nuevos goces, desconocidos para el individuo, pero que este, una vez que hayan penetrado en su esfera vital,  considerará como descubirmientos propios. Así, el individuo contemporáneo es a la vez  convencido de su unicidad y producido en serie. Es esta la clave del marketing y la publicidad[viii].

En tanto que nudo necesario de la significación corporal, las imágenes juegan un papel clave en todo ello. Tal y como percibió la Ilustración, la reducción del goce de la persona a la in-significancia pasa obligatoriamente por una rearticulación de la imagen y sus ámbitos. Por ejemplo, haciendo de ellas una producción abundantísima y efímera, se anula la profundidad temporal del sujeto, que ya no puede asirse a la duración de ninguna imagen de sí y del mundo.  Todo queda aplastado en la asfixiante actualidad del consumo. O bien, haciendo prevalecer el aspecto fetichista, se exterioriza radicalmente la imagen reduciéndola a objeto y arruinando así las complejas transiciones entre ella y la íntima percepción del cuerpo. Es, en suma, en la propia constitución de la imagen donde se juega la partida – y no en el contexto discursivo o alegórico.

Seguir despreciando las imágenes, ligarlas alegóricamente a los discursos del “bien” o ensalzarlas en tanto que diversión y entretenimiento insignificante, es una y misma cosa y no contribuye finalmente más que a seguir dando aliento a la biopolítica propia del capitalismo consumista. En cambio, empezar a considerar las imágenes en su compleja especificidad y, a partir  de ahí, operar con ellas, puede abrir nuevos horizontes. Trabajar a partir de la concreta constitución de las imágenes puede permitir desplegar por completo su sentido potencial. No se trata sólo de asumir el desborde de las imágenes respecto de cualquier prescripción alegórica, sino de registrar también su carga crítica en el ámbito de la reflexión: su desborde abre un boquete en la compacidad de los discursos, indicando zonas de lo indecible pero no de lo inimaginable. Hallamos aquí una idea de la autonomía de las imágenes que se situa fuera del debate clásico autonomía/heteronomía. Las imágenes, efectivamente, no quieren decir nada, sino que quieren mostrar su sentido. Su autonomía es en este caso su concreta articulación constitutiva, de cuerpo, mundo y tiempo, y es a partir de ella que se proyecta su específico rol biopolítico. En las antípodas de la trampa capitalista, tal concepción de las imágenes reabre el cuerpo al tiempo y al mundo y permite el comienzo de nuevas historias.



[i] Karl Marx, Manifiesto Comunista, 1848

[ii] Denis Diderot, Jean Le Rond D’Alembert, Encyclopédie, 1765.

[iii] Vease, por ejemplo, Marsilio Ficino en Commentarium Marsilii Ficini in Convivium Platonis de amore, 1482. Para una lectura crítica de este texto, Stefano Benassi, Marsilio Ficino e il potere dell’immaginazione. 1997.

[iv] L.B. Alberti, De statua; in Horst Bredekamp, Teoría del acto icónico. 2017.

[v] Véase, por ejemplo, Craig Owens, The Allegorical Impulse: Toward a Theory of Postmodernism in October , 1980.

[vi] Véanse, por ejemplo, las “pinturas morales” de Jean Baptiste Greuze, de la década de 1760.

[vii] Véase, por ejmplo, Jdanov, A. A., Sur la litterature, la philosophie et la musique, 1950.

[viii] No deja de ser una significativa ironía que las primeras conceptualizaciones del marketing fueran obra de Edward Bernays, sobrino de Freud, que utilizó activamente el legado científico y cultural de su tío.

lunes, 1 de mayo de 2023

AMERICANIZACIÓN

 


La globalización y el neoliberalismo, extendidos después de la caída del muro de Berlín al amparo de la hegemonía política y militar de Estados Unidos, han supuesto una aceleración en la difusión de la american way of life en mundo entero. En Europa, hasta los años ochenta del siglo XX, la americanización era un rasgo más propio del consumo y de la cultura popular. Ahora, sin embargo, se ha extendido a todos los aspectos de la vida social y cultural - desde los debates académicos hasta la vida política.

En el ámbito de la izquierda, la americanización ha supuesto un cambio de paradigma y un tránsito hacia ideales y objetivos diferentes. La izquierda europea había nacido, incluso como denominación, con la revolución francesa y nunca había abandonado la perspectiva revolucionaria: esto es, trascender la sociedad existente para crear otra mejor. A lo largo del siglo XIX y XX tal concepción fue robusteciéndose con elaboraciones de primer orden – Marx in primis, pero también Fourier o Bakunin – y midiéndose en las concretas luchas políticas de todo el continente – 1848, 1870, 1917. Durante el siglo XX, el pensamiento y la praxis de la izquierda europea incorporaron, además, elementos de la crítica a la consistencia del individuo que habían sido formulados por Nietzsche y Freud. Las reflexiones de la Escuela de Frankfurt, por ejemplo, vincularon a las experiencias de la intimidad psíquica con específicas dimensiones sociales. Se articularon así perspectivas de transformación radical – un mundo y un individuo completamente nuevo – con una desconfianza también radical hacia toda aparente coherencia discursiva, tanto institucional como individual.

La tradición de la izquierda estadounidense ha sido, en cambio, completamente diferente. Quizá porque en Estados Unidos no se conocieron intentos de restauración – como, en cambio, sucedió en Europa después de 1815 –, se consideró que allí la revolución de las Trece Colonias sí había alumbrado un mundo nuevo – que, una vez asentado, no necesitaba otra revolución. Las corrientes principales de la izquierda estadounidense han sido, por ello, siempre reformistas. No han conocido la aspiración a un cambio drástico del orden social, sino el deseo de su perfeccionamiento, teniendo como brújula la Declaración de independencia de 1776 – muy en particular, la promesa de felicidad individual que allí se expresa – y la constitución de 1787. Es este, en Estados Unidos, el horizonte de referencia para toda reivindicación. Recientemente, por ejemplo, los exponentes de movimiento Black Lives Matter, no han exigido cambios revolucionarios sino sólo el respeto de la Constitución, puesto que ésta ya asegura el principio de no discriminación para todos los ciudadanos.

El reformismo estadounidense tiene, además, otro fondo: el nunca resecado cordón umbilical con una específica tradición religiosa – a diferencia de la difusa secularización y del escepticismo europeos. La componente puritana, en particular, caracterizada por la literalidad de la lectura textual de Biblia y la idea de la santidad del creyente y de la comunidad de los fieles, es todavía apreciable en muchos debates de la sociedad de Estados Unidos – por ejemplo, en lo que se refiere al lenguaje “políticamente correcto”. Pertenece a ese acervo de origen religioso la concepción del individuo, considerado como una unidad primigenia consistente, “santa” – y no agrietada por inconsciencias y lapsus freudianos. Es este el individuo que tiene derecho a la búsqueda de la felicidad inscrita en la Constitución y que configura, a partir de entonces, el núcleo esencial, el principio primero de todo el orden político.

Estas características – reformismo e individualismo esencialista – son visibles, en diversos grados, no sólo en los rasgos culturales y políticos específicos de Estados Unidos, sino también – y no podría ser de otra forma –, en el modo de la recepción de ideas y comportamientos ajenos. La americanización no ha sido sólo una propagación de elementos culturales autóctonos, sino también – y en ello reside una parte importante de su fuerza – una absorción y una reelaboración de elementos exógenos, redifundidos luego globalmente. A la manera de lo que sucedió en la antigua Roma, la cultura estadounidense está abierta al mundo – quizá porque, como sugiere el sociólogo francés Frédéric Martel, “Estados Unidos es un mundo” –, adapta lo ajeno a sus propias concepciones fundamentales y lo hace luego objeto de broadcast.

En el ámbito académico y político, son ejemplares, en este sentido, las aventuras de las reflexiones sobre el orden del discurso de Michel Foucault. Para el filósofo francés, el estudio de la topología de la enunciación es una vuelta de tuerca más en el análisis, inaugurado por Nietzsche, de la fundamental historicidad, heterogeneidad e inconsistencia de los discursos, tanto si son institucionales como si son individuales. En la academia y en los ambientes activistas de Estados Unidos, tal análisis se ha sedimentado, en cambio, sobre el zócalo inagrietable del individualismo esencialista, transformándose en un argumento a favor de la consistencia del individuo. Por ejemplo, en las reflexiones sobre la “interseccionalidad”, la coincidencia de varios vectores de opresión (raza, género, clase) no da lugar a una concepción de un individuo roto por la heterogeneidad de tales vectores y, por eso mismo, capaz de cuestionar la solidez del molde opresivo y encontrar alianzas, también heterogéneas. Al contrario: es porque coinciden concretamente en mí estos vectores que puedo decir un “yo” irreducible a cualquier otra experiencia. Se redibuja, en suma, una vez más, la barrera infranqueable de la consistencia del individuo propia de la cultura estadounidense – eso sí, con una nueva argumentación.

No se trata sólo de discusiones académicas. La relectura de la crítica foucaultiana al orden del discurso en clave esencialista, propia del ámbito estadounidense, ha sido una de las bases conceptuales de concretas medidas políticas y sociales. Al considerar, insostenibles los marcos discursivos neutros y tendientes a la universalidad, se intenta reducir todo enunciado al individuo que lo profiere. Como en un juego de muñecas rusas, una serie de identidades sólidas y consistentes justifica que sólo cierto género pueda hablar de sí mismo; dentro de este género, las personas de cierta raza serán las únicas que podrán hablar de su propio sub-grupo; dentro de este sub-grupo, las personas que tengan determinada especificidad sexual constituirán otro conjunto aislado... No hace falta subrayar que este tipo de definición topológica del hablante tiende a abolirse a sí misma:  no hay razón de interrumpir la serie antes de llegar al átomo primigenio de toda experiencia que es el individuo mismo – recordemos que, efectivamente, en la Non-binary Wiki existe la definición de egogender, como aquel género integrado sólo por uno mismo.

La afirmación axiomática de la consistencia individual tiene como consecuencia la imposibilidad de disponer de instrumentos para analizar crisis y malestar del individuo mismo - y de la comunidad de la que es el zócalo. En este sentido, toda crisis tendrá irremediablemente una etiología exógena, en tanto que no es concebible que el individuo o el grupo, apodícticamente consistentes, puedan contener heterogeneidades críticas. El remedio no puede ser entonces más que añadir otro elemento consistente a la consistencia anterior, una prótesis por así decirlo, que colmate la grieta que se haya producido. Un ejemplo, a la vez conceptual y político, de cuanto decimos ha sido la crisis del “grupo” modernidad/colonialidad (Grupo M/C), que se rompió alrededor de la cuestión del apoyo o no al gobierno bolivariano de Venezuela. Ramón Grosfoguel, sociólogo perteneciente al Grupo M/C, en su recentísimo De la sociología de la descolonización al nuevo antiimperialismo decolonial, afirma, por un lado, que hay movimientos e intelectuales decoloniales apoyados por la CIA (el elemento externo que lleva a la crisis) y, por el otro, propone de añadir “antimperialista” a la secuencia feminista, antifascista, ecologista, antirracista y anticolonialista, para distinguir uno de los dos bandos.  Salta a la vista que se trata de una operación infinita: cualquier crisis de cualquiera de los términos necesitará una nueva prótesis conceptual. Reencontramos similares problemáticas en el ámbito del debate feminista, cuando Nancy Fraser, ante la evidencia de que existe un feminismo procapitalista, considera necesario añadir el adjetivo socialista a feminista, para asegurar la operatividad crítica de su propio pensamiento.  

La negación de toda posibilidad de universalidad discursiva en aras de la consistencia última e intrasmisible de la experiencia individual, presupone, sin embargo, algún marco que sustente la posibilidad de comunicación entre individuos y, por lo tanto, la existencia de la comunidad. Es aquí donde podemos apreciar como el individualismo esencialista y el reformismo político “hacen sistema”. La crítica individualista al universalismo no es absoluta en términos conceptuales, políticos o existenciales, sino que presupone el marco del Estado y del sistema capitalista naturalizado en la declaración de independencia estadounidense – sobre todo gracias al derecho a la propiedad y a la búsqueda de la felicidad. Es por ello que en Estados Unidos – y en las sociedades americanizadas – quejas y reivindicaciones, aun de matriz antiuniversalista, tienen ese rasgo patriótico y constitucionalista que indicamos a propósito del movimiento Black Lives Matter. También por la misma razón, las películas de Disney, vector fundamentalísimo de la difusión del american way of life, asumen postulados  feministas, ecologistas, antirracistas y anticolonialistas. Tales películas son en sí mismas la expresión del capitalismo actual y son, por lo tanto, en la óptica reformista estadounidense, el lugar adecuado para expresar quejas y reivindicaciones.

Es más, las películas de Disney, suponen la expresión no sólo de la coincidencia de paradigmas culturales y políticos, a la vez capitalistas y reformistas, sino también una muy concreta convergencia de intereses entre las clases educadas urbanas, que votan a la izquierda y se han beneficiado de la globalización, y las multinacionales que producen contenidos culturales – o nuevas tecnologías. El multiculturalismo, típico de tantos blockbusters recientes, no es sólo una cuestión de abertura cultural y política hacia el Otro, sino también una expresión del ámbito supraestatal de la acción de las multinacionales mismas –  interesadas en promover la sustancial integración de toda persona, independientemente de su sexo, raza o religión, al capitalismo mismo, como consumidor y como trabajador. Finalmente, también da fe del origen americano de este multiculturalismo el hecho de que promueva una visión también esencialista de los Otros y de sus comunidades, imaginándolos como integrantes de culturas primigenias, holísticas e intocadas. Una nueva versión, en suma, del mito, moderno y occidental donde los haya, del Buen Salvaje – al que se priva, una vez más, de historia y de política, con el argumento, típicamente esencialista, de una imposible conexión y comparabilidad entre culturas.

El paradigma reformista y esencialista, en tanto que descarta, niega y obvia todos los constructos sociales y culturales que supongan una crisis radical en su propio seno, no es capaz de interpretar cabalmente sus propias fracturas. Crisis y malestar crecen sin que haya manera siquiera de nombrarlos, hasta que explotan en forma violenta, pero in-significante. Las matanzas perpetradas por personas corrientes que un día cogen sus armas y disparan a sus vecinos, a sus compañeros de trabajo o a fantasmáticos objetos de odio, podrían ser un triste ejemplo de cuanto venimos diciendo.

La potencia política y económica de Estados Unidos genera, por otra parte, un efecto de espejo y de atracción. La cultura estadounidense está amparada por la (híper)potencia industrial y militar del país, que provee las bases para su difusión. No se trata sólo de sinergias genéricas: las enormes cuotas de pantalla de las películas de Hollywood son objeto de muy específicas – y rudas  – negociaciones entre gobiernos.  La academia estadounidense posee un concreto poder de atracción por los sueldos y posibilidades de desarrollo de investigaciones que brinda. Se genera así un efecto de loop: reformismo y esencialismo constituyen una verdad porque se imponen y se imponen porque son verdad – más allá de cualquier consideración sobre su efectividad conceptual o política. Tales constructos generan efectos reales con su imposición, pero no tienen necesariamente relación con las diferentes realidades a las que adhieren. Son más bien discursos e imágenes “pegados encima”, con la cola de la potencia, a mundos que les son ajenos.

La izquierda, en Europa como en todo el mundo americanizado, al haber asumido estos postulados, por interés de clase y comunidad de cultura, ha tenido que pagar en ceguera las ventajas de compartir hegemonía. En consecuencia, algunas cuestiones centrales, que definían políticamente a la izquierda, se han deslizado a los márgenes, si no han desaparecido por completo. La problemática de la pobreza, por ejemplo, ha acabado por ser considerada, en Europa, un asunto técnico – y no sistémico – a gestionar a través de los servicios sociales – en Estados Unidos se gestiona también penalmente, según la vieja tradición religiosa anglosajona que considera a los pobres unos delincuentes. Así, las personas de escasos recursos, lo que queda de la clase obrera y los precarios se orientan, por rabia, por miedo e incluso por afinidad cultural hacia la derecha. Tal deriva política de las clases otrora troncales en el voto, conforma uno de esos límites donde el pensamiento y la práctica política de la izquierda ahora naufragan, sin que siquiera haya una interrogación sobre las razones del naufragio. Realismo y capacidad de análisis crítico – y autocrítico – quedan, en estos momentos, fuera de su alcance.

Es posible que, contrariamente a lo que se suele afirmar, sólo una perspectiva revolucionaria, en el sentido definido más arriba de imaginación trascendente de una sociedad otra – y cuyo andamiaje está por definir  –, permita ahora un análisis realista de las tensiones sociales  y una acción que sepa significar la negatividad y la violencia que habita toda sociedad americanizada. Mas, es sobre todo el deseo de otro mundo y de los Otros que habría que recobrar – cercenado por definición en el mundo imaginado por el reformismo esencialista. Un deseo que, como glosa con precisión la escritora feminista Elisa Cuter en su espléndido Ripartire dal desiderio (Volvamos a empezar por el deseo), será siempre confuso y conflictivo, pero abierto al futuro y radicalmente fértil.

 Artículo publicado en El VIEJO TOPO, nº 423, abril 2023

domingo, 4 de diciembre de 2022

POLÍTICA DE LOS REPLICANTES

 Noviembre de 2019: Los Ángeles está cubierta por eterno smog y nada queda de una vida propiamente política. En Blade Runner (Ridley Scott, 1982), la corporación Tyrell, de alcance transplanetario, pide ayuda, cuando la necesita, a un cuerpo policial cuyo responsable último es tan opaco como la niebla ubicua. Corporaciones y policía: una díada común en las distopías cinematográficas y literarias actuales  que refleja un rasgo sobresaliente de lo unheimlich y lo desasosegante de ahora.

Si bien el estado sigue presente en muchos de esos futuros imaginados, la desaparición de toda dimensión política es una característica particular que aparece muy tempranamente en la ciencia ficción contemporánea.  Metrópolis (Fritz Lang, 1927), por ejemplo, es una ciudad-estado y Joh Fredersen, el padre del protagonista, es su presidente-director. La dimensión política y la corporativa están aquí fundidas. En tales tramas resuena la intuición de que el estado – y con él la vida política que conocemos – tiende a desaparecer ante el empuje y el poder de las corporaciones. Tanto en Metrópolis como en Blade Runner, además, el poder de las corporaciones se encarna en la “gran ciudad”: es específicamente el estado-nación lo que ha desaparecido. Los Ángeles, en 2019, estará caracterizada, a parte de por el smog, por un cosmopolitismo medular, con predominio asiático.

Si los detalles físicos de los mundos imaginados por Friz Lang y por Ridley Scott no coinciden en general con los que en realidad han tomado cuerpo, la tendencia a la evaporación del estado – y en concreto del estado-nación – sí que parece ir consolidándose: día tras día nuestros políticos afirman que poco o nada pueden hacer sin la aquiescencia de los mercados transnacionales - quienes deciden ahora todos los aspectos de nuestras vidas. Pese a ello, nos aseguran que seguir votando es bueno y necesario. Se genera así una disonancia cognitiva que produce naturalmente pesadillas habitadas por organizaciones empresariales monstruosas con poder de vida y muerte sobre los ciudadanos. El incremento de los superpoderes de las corporaciones reales de mayor tamaño y su capacidad para desbordar ampliamente las competencias estatales, han ido generando efectos en todos los órdenes de la vida civil y política. Innumerables autores han dado cuenta de ello: desde el siempre perspicaz Pasolini que, en los años 70, habló a este propósito de una “revolución antropológica”, hasta Frederic Jameson que, años más tarde, afirmó que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.

Es justamente esta “revolución antropológica”, - o biopolítica, si queremos usar el preciso término foucaultiano -,  la que toma cuerpo en Blade Runner: el capitalismo global  no sólo es capaz de desintegrar el estado-nación, sino que además, literalmente, fabrica los ciudadanos, programándolos para sus propios fines.  La película de Ridley Scott marca la definitiva aclimatación en las películas de ciencia ficción de los androides (los replicantes, en el film). Las anteriores apariciones de tales seres artificiales, como en Metropolis, eran esporádicas y singulares, no siendo todavía, en la ficción, objeto de producción industrial. En la sociedad de consumo que  alcanza su madurez en la década de los 80, los replicantes representan a la perfección la imagen de una subjetividad completamente producida por el capitalismo a través de la tecnología, de la comunicación de masas y del marketing.

Hay, además, otro rasgo que distingue a los replicantes de sus ancestros: tienen consciencia de sí mismos - saben que han sido fabricados y saben incluso a qué tarea habían sido destinados. Es esta una diferencia fundamental respecto de los robots, que, en cambio, pueden enloquecer por defectos sobrevenidos de programación, pero no tienen consciencia de su propia historia y existencia – véase, por ejemplo, R2D2 y C3PO en La Guerra de las Galaxias. Es interesante apuntar que la palabra robot, usada en el sentido actual por primera vez en 1920 por el escritor checo Karel Capek, es un término que nace de la raíz eslava “rabot” y que significa trabajo y trabajo forzoso, y se encuentra, por ejemplo, en el término ruso “rab”, esclavo y “rabochiy”, trabajador, obrero. Podríamos decir que la cultura popular, en los años 80, adopta a los androides como cifra del nuevo orden social y biopolítico que estaba realmente tomando cuerpo, en el que los obreros (la clase obrera) tiende a desaparecer, mientras que se va conformando un nuevo tipo de persona consciente, no ya de ser un trabajador de una fábrica, sino de haber sido él mismo fabricado.

Se pueden reconocer, en lo escrito más arriba, algunos de los rasgos de lo que, en el ámbito académico y generalmente cultural, se llamó posmodernismo y que registró, en esos mismos años, el cambio de paradigma del que estamos tratando. En algunos casos, además, la conexión con las nuevas mitologías de la ciencia-ficción fuero explícitas, como en el Manifiesto Ciborg de Donna Haraway (1984).  Pero, si en Blade Runner el trasfondo de la problemática existencial de los replicantes es – proféticamente, como veremos – trágico, en el ámbito académico prevaleció el optimismo deconstructivo, que renunciando a todo pensamiento totalizante, se entregó gozosamente a reescrituras, juegos de lenguaje y afinidades maquínicas. Así, para poder acceder a una autofabricación creativa e ilimitada había que alejarse de Freud y sus Edipos, y de Marx y sus historias y, al ser posible, de toda deuda con un origen. Quizá este clima optimista posmoderno, propio de cierta academia y de la clase educada urbana     y que en buena medida llega hasta nuestros días - se deba a la intuición de estar poniendo sobre la mesa los instrumentos del poder de una nueva élite. La capacidad de deconstrucción/recreación del “discurso” es, en este sentido, un saber que se torna en marca de exclusividad.

Algo de todo ello está implícito en la figura del replicante.  Para él, consciente de que su producción es un proyecto industrial, el origen no es un misterio: es conocido y actual - no remite a un pasado. Además, sólo quién sabe que ha sido fabricado ex novo, puede pensar que el ideal de la plenitud vital es la autofabricación. Los viejos humanos, por ejemplo, tenían, cuanto menos, una intuición de que en su propia producción también intervenían factores extrahumanos – eran mamíferos vivíparos – e incluso azarosos – la selección natural. Se trataba de elementos que suponían un límite misterioso a todo proyecto no sólo de autoconstrucción, sino incluso de autoconsciencia. En razón de su artificialidad, los androides pueden, en cambio, expresar deseos y exigencias en forma de listado unívoco: quiero tener nuevas capacidades – visión nocturna, largas apneas; quiero tener nuevas habilidades, - entender de pronto un idioma desconocido o manejar un vehículo marciano;  quiero mutar la forma de mi cuerpo - cambiar de sexo a mi antojo.

De la fundamental afinidad de los proyectos de deconstrucción y autoconstrucción posmoderna con el propio proyecto capitalista somos conscientes desde hace tiempo. De hecho, en muchos de los textos fundadores de la posmodernidad, como La condición posmoderna, (F. Lyotard, 1979) se daba por sentado. En los años 90, Boltanski y Chiappello la describieron con precisión en su libro El nuevo espíritu del capitalismo (1999) y el filósofo Paul B. Preciado nos ha dado un ejemplo reciente (2020), recitando uno de sus textos en una publicidad de la marca de moda Gucci. En Blade Runner no se trata ni siquiera de una afinidad sino cabalmente de una identidad: son las corporaciones las que han producido los androides. No hay nada más allá de ellas. Es por esta razón, también, que el mundo de los replicantes es autoritario por definición. Los replicantes tienen autor, es decir alguien que los ha proyectado y la empresa que los ha construido. No pueden concebir un mundo de intereses diversos que necesite continuas mediaciones: la sociedad está dada y es la sociedad capitalista corporativa que les ha producido. El poder por lo tanto no se estructura como un sistema de acuerdos, conflictos y contrapesos, como en las democracias modernas (liberales), sino a la manera jerárquica y funcional de la industria. Como corolario, ante ese poder, sólo caben exigencias  y no deberes, puesto que la ganancia de la corporación se da por descontada - y es la razón de la propia construcción.

Sin embargo, Blade Runner plantea, de manera directa y brutal, una cuestión que trastoca todo el orden androide y la biopolítica corporativa que le atañe. Roy Batty y su grupo de replicantes no han vuelto a la tierra por deseo de ganancias o de prestigio. Han vuelto porque no quieren morir. Quieren encontrar a su creador, Eldon Tyrrel, y exigirle que aplace la fecha de su obsolescencia.

Escamotear la muerte del individuo es el quid de toda la biopolítica moderna y posmoderna – ejemplarmente resumido en la conocida máxima de Foucault, quien caracterizaba el paso del Ancien Régime al biopoder moderno como el paso del "hacer morir y dejar vivir" al "hacer vivir y dejar morir". Así, la figura del replicante condensa en sí misma la angustia insoslayable del individuo contemporáneo ante el encuentro con aquello que el capitalismo corporativo no puede arreglar ni curar: la muerte.

Un encuentro que el ámbito académico y cultural ha obviado, en general,  por completo. Donna Haraway por ejemplo, asegura que su Manifiesto es un “esfuerzo… de imaginar un mundo sin géneros, sin génesis y, quizás, sin fin.” (la cursiva es de quien escribe).  Más recientemente – y esto nos demuestra, además, hasta qué punto estamos habitados todavía por los paradigmas posmodernos -, el poshumanismo y el acerleracionismo, también intentan disolver el nudo trágico de la angustia de la desaparición individual en la esperanza de un desarrollo tecnológico inimaginable o en la confianza en las potencialidades del propio capitalismo.

En nuestros días, en los que tantos signos sugieren que la posmodernidad ha llegado a su última playa  – aunque en una última pirueta deconstructiva intente a menudo cambiar de nombre -,  su cifra parece revelarse en la escena de la partida de ajedrez que juega el caballero Antonius Blok  con la Muerte, en El Séptimo Sello (1957) de Ingmar Bergman. El caballero, consciente de que está perdiendo la partida – y con ello su vida-, en un astuto gesto deconstructivo tira el tablero, afirmando luego que no se acuerda del orden de las piezas. Según sus propósitos la partida podría volver a empezar – se podría incluso olvidar el origen de la partida o cambiar sus reglas. Pero la Muerte le responde: “Yo sí me acuerdo” y vuelve a poner las piezas exactamente en la misma disposición en la que estaban.

Si decíamos antes que el núcleo trágico de Blade Runner fue profético, es porque al comienzo de la posmodernidad, Ridley Scott nombra sin rodeos su límite y afirma la imposibilidad de toda política - y de toda biopolítica no capitalista. Roy Batty sólo puede matar a su creador, sin haber conseguido nada – sólo unas buenas palabras: “Eres el mejor de todos los replicantes. Estamos orgullosos de ti.” – y después morir. Quizá seguir preguntando por la muerte – aunque hayamos visto los rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhauser - pueda ser el último gesto rebelde, a la vez político y biopolítico, que nos queda.

 

Pubicado en EL VIEJO TOPO Nº 418

viernes, 11 de febrero de 2022

NEW TERRITORIES, NEW POLICIES

 

"I used to write", in this way begins the melancholic lyrics of a song by the Arcade Fire, whose refrain then states: "Now our lives are changing fast". On the web, this song - "We used to wait" - is associated with an interactive video clip by Cris Milk, entitled "The wilderness downtown". In it, we are invited to indicate the place where we grew up, only to see it integrated into the video clip itself through a series of manipulations of internet data. The street where we played as children ends up being shown as part of the route of the young hooded jogger who stars in the video clip. It is hard to find a more accurate example of how our relationship to territory - and territory itself - is being transformed. To begin, the images of "our" places used in the video clip are those of Google Maps: the generic past of the song - "when we were writing" - and our own past, are summarised in the present: the images of Google Maps are current. The memory of the territory and of our experience are reduced to a generic evocation shared by all the users of the network. But, even more interesting is the invitation to identify the "wild city centre" of the song with the landscape of our childhood generates a radical doubt: were all the places of all childhoods "wild neighbourhoods"? The same neighbourhood? For example, I grew up in a village which in no way could resemble a "wild neighbourhood" - although, as it quickly lost its agricultural characteristics to mutate into something similar to urban, like so many other places in Europe, perhaps that will be its future. The video clip illustrates perfectly how the multiplication of modes of representation of territory, both in terms of our personal experience (photography, video) and in terms of maps and media, has, in fact, two apparently contradictory consequences. On the one hand, the possibility of an unprecedented expansion: an enormous quantity of images reproduces every corner of the territory. There is no street, square or building that is not represented on Google Maps, Instagram, Pinterest and so many other image archives - apart from our own domestic archives. But, on the other hand, these images all tend to look alike: selfies, sunsets, cityscapes are genres with well-defined forms.

The light, the framing, the point from which it is taken, everything is common, even if we have taken the photograph or video ourselves - the most common thing is to repeat the form that we have found most beautiful or most appropriate and that we have seen before on the networks. This "formatting" has consequences not only for the image itself, but also for our own experience and memory. Part of these personal dimensions is always common to the other members of the groups we join: we repeat learned gestures, we follow paths designed by others, we speak languages that we did not invent ourselves. What is new is that the mental images that make up our memory are becoming indistinguishable from the generic images conveyed by the media. Remembering the places we go to increasingly depends on the images of those places that are already in circulation. Our experience of the world, of the territory and of ourselves is therefore being redrawn in a very particular way, based on common mental images disseminated by the media. This mutation implies a reversal of the sequence territory-experience-representation, which has characterised our relationship with the territory. Before, we visited a place and we represented it in order to remember it. Now we


arrive at a place with a representation already constructed and we try to find it in situ. This new form of experience is so well established and powerful that the physical territory is beginning to adapt to the representations. Our cities, for example, are reconfigured according to a logic of the tourist and consumerist image. The same brands display similar shop windows in similar pedestrian streets, in historic centres refurbished in similar ways all over Europe; shopping centres create similar environments all over the world; beaches and mountains are urbanised according to the same visual logics on all continents. The loop between the representation of a territory and its suitability for representation has never been so powerful.

Benedict Anderson, in his classic "Imagined Communities", reminded us of the fundamental role that the printing press played in the creation of "nations" at the beginning of the 19th century: "...like readers, linked through the printing press, formed the embryo of the nationally imagined community". "I used to write" sing the Arcade Fire, "Now our lives are changing fast"... In the world of consumer and mass media geography - and with it, naturally, political geography - has undergone a radical transformation. It is no longer writing that defines how a community thinks of itself, but audiovisual images. The United States has been the pioneer in this transformation, linking from the beginning of the 20th century its own identity to cinema - and later to television - much more than to the written press. Griffith, a key figure in the articulation of modern cinema, presciently entitled one of his most important films "The Birth of a Nation". The United States has explored its own society and history through images, in a conscientious way, representing itself in a complex and articulate manner. Consider how its inner cities - the "wilderness downton" of the song - are an essential element of American iconography. In this way, the deep class conflicts that run through American society are inscribed in the country's own imaginary - without, of course, signifying their solution.

Audiovisual images have a much greater potential for communicability than printed language. By directly using the real thing in front of the camera to generate meaning, they do not need a long apprenticeship, as do languages we do not know. Nor do they need translation. They are directly legible and their montage is also easily decipherable. This potential universality of the recorded image - which silent cinema enjoyed to the full - has however a paradoxical effect, of which we are now beginning to be aware. Universality detaches images from the reality that produced them and allows them to travel autonomously. The American case is, once again, exemplary. In his book "Mainstream - An essay on the culture that everyone likes", the French sociologist Frédéric Martel carries out an exhaustive analysis of where and how "mainstream" culture is produced today and demonstrates that the diffusion of American culture is no longer the work of Americans alone. The blockbusters produced by Sony, with Japanese capital, are by no means less American than the rest of Hollywood production. On the other hand, such American films as the recent "Comancherie" or "La La Land" have been directed by European directors. It can be argued that the images that made up the typically American imaginary have detached themselves from their territory and now circulate as a common imaginary - as a kind of "lingua franca" of the imaginary - all over the globe. This is not only an Americanization of the world but also a globalization of American culture.

These radical transformations of territories, of their perception and of how societies imagine themselves, imply political changes of the first order. What is commonly called "politics" has tried to adapt to this new context, oscillating between two opposing poles. On the one hand, it has tried to harness the universal audiovisual "language" to sustain discourses and institutions.


However, since this "language" does not refer to any specific territory, not to any specific community, it produces an irremediable effect of lack of definition that profoundly undermines political action. The sense of genericity and interchangeability conveyed by current political discourses, both with regard to the territory and community to which they refer, and with regard to the initiatives they wish to undertake, bear witness to this. On the other hand, as a reaction to this constitutive indefinition, a longing for the past appears, often condensed around a nostalgia for the nation defined by the borders of language, understood, in turn, as political borders. But this longing runs up against the reverse problem: the written language is no longer the majority "language" in any country - it is now the audiovisual language and is common to all of them. Territories are redrawn under a universal personal and social imagination and, moreover, they adapt physically to this imagination. Thus, a paradoxical situation arises in which the written language, which in the nationalist tradition defines a territory, wants to be conveyed through the audiovisual "language", which is, on the other hand, fundamentally deterritorialized.

In both cases, there is an attempt to use the audiovisual "language" that does not really take into account the radical mutation that has taken place, nor its potentialities. As in any transformation, we have the feeling that the old is natural and the new artificial. However, the old was itself artificial when it was articulated: the mutation reveals its constructed character. Since territories and our experience of them are now produced by audiovisual "language" - and are no longer a stable and ancient plinth of experience and politics - we can ask ourselves a new question: what territory do we want to produce? What mental images do we want to articulate the imaginary of the territory and the territory itself? These are the questions of the new politics. I risk a hypothesis. The possibility of this new politics depends on the possibility of creating a local inflection in the universal audiovisual language. An inflexion that would mean a landing point of the common mental images in a place. The effort to create a local inflection means being aware that we are not preserving a territory, but rather we are producing it. A territory that is not born out of nothing, but a new territory that integrates its history prior to the mass media and its history as a territory defined by the mass media - with its load of media universality deposited in the details of the landscape. The awareness that we are producing a territory should also be a definitive incentive to keep the possibility of this creation always open. The universal audiovisual language already has its academy - a good part of what is taught in film and television schools, for example. Like any academy, the attempt is to limit the possibilities of opening up to the new. The new policy will essentially consist of keeping together the histories of the territory produced, the possibility of continuing to produce it, and knowing how to communicate and integrate all of this into the world.