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domingo, 4 de diciembre de 2022

POLÍTICA DE LOS REPLICANTES

 Noviembre de 2019: Los Ángeles está cubierta por eterno smog y nada queda de una vida propiamente política. En Blade Runner (Ridley Scott, 1982), la corporación Tyrell, de alcance transplanetario, pide ayuda, cuando la necesita, a un cuerpo policial cuyo responsable último es tan opaco como la niebla ubicua. Corporaciones y policía: una díada común en las distopías cinematográficas y literarias actuales  que refleja un rasgo sobresaliente de lo unheimlich y lo desasosegante de ahora.

Si bien el estado sigue presente en muchos de esos futuros imaginados, la desaparición de toda dimensión política es una característica particular que aparece muy tempranamente en la ciencia ficción contemporánea.  Metrópolis (Fritz Lang, 1927), por ejemplo, es una ciudad-estado y Joh Fredersen, el padre del protagonista, es su presidente-director. La dimensión política y la corporativa están aquí fundidas. En tales tramas resuena la intuición de que el estado – y con él la vida política que conocemos – tiende a desaparecer ante el empuje y el poder de las corporaciones. Tanto en Metrópolis como en Blade Runner, además, el poder de las corporaciones se encarna en la “gran ciudad”: es específicamente el estado-nación lo que ha desaparecido. Los Ángeles, en 2019, estará caracterizada, a parte de por el smog, por un cosmopolitismo medular, con predominio asiático.

Si los detalles físicos de los mundos imaginados por Friz Lang y por Ridley Scott no coinciden en general con los que en realidad han tomado cuerpo, la tendencia a la evaporación del estado – y en concreto del estado-nación – sí que parece ir consolidándose: día tras día nuestros políticos afirman que poco o nada pueden hacer sin la aquiescencia de los mercados transnacionales - quienes deciden ahora todos los aspectos de nuestras vidas. Pese a ello, nos aseguran que seguir votando es bueno y necesario. Se genera así una disonancia cognitiva que produce naturalmente pesadillas habitadas por organizaciones empresariales monstruosas con poder de vida y muerte sobre los ciudadanos. El incremento de los superpoderes de las corporaciones reales de mayor tamaño y su capacidad para desbordar ampliamente las competencias estatales, han ido generando efectos en todos los órdenes de la vida civil y política. Innumerables autores han dado cuenta de ello: desde el siempre perspicaz Pasolini que, en los años 70, habló a este propósito de una “revolución antropológica”, hasta Frederic Jameson que, años más tarde, afirmó que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.

Es justamente esta “revolución antropológica”, - o biopolítica, si queremos usar el preciso término foucaultiano -,  la que toma cuerpo en Blade Runner: el capitalismo global  no sólo es capaz de desintegrar el estado-nación, sino que además, literalmente, fabrica los ciudadanos, programándolos para sus propios fines.  La película de Ridley Scott marca la definitiva aclimatación en las películas de ciencia ficción de los androides (los replicantes, en el film). Las anteriores apariciones de tales seres artificiales, como en Metropolis, eran esporádicas y singulares, no siendo todavía, en la ficción, objeto de producción industrial. En la sociedad de consumo que  alcanza su madurez en la década de los 80, los replicantes representan a la perfección la imagen de una subjetividad completamente producida por el capitalismo a través de la tecnología, de la comunicación de masas y del marketing.

Hay, además, otro rasgo que distingue a los replicantes de sus ancestros: tienen consciencia de sí mismos - saben que han sido fabricados y saben incluso a qué tarea habían sido destinados. Es esta una diferencia fundamental respecto de los robots, que, en cambio, pueden enloquecer por defectos sobrevenidos de programación, pero no tienen consciencia de su propia historia y existencia – véase, por ejemplo, R2D2 y C3PO en La Guerra de las Galaxias. Es interesante apuntar que la palabra robot, usada en el sentido actual por primera vez en 1920 por el escritor checo Karel Capek, es un término que nace de la raíz eslava “rabot” y que significa trabajo y trabajo forzoso, y se encuentra, por ejemplo, en el término ruso “rab”, esclavo y “rabochiy”, trabajador, obrero. Podríamos decir que la cultura popular, en los años 80, adopta a los androides como cifra del nuevo orden social y biopolítico que estaba realmente tomando cuerpo, en el que los obreros (la clase obrera) tiende a desaparecer, mientras que se va conformando un nuevo tipo de persona consciente, no ya de ser un trabajador de una fábrica, sino de haber sido él mismo fabricado.

Se pueden reconocer, en lo escrito más arriba, algunos de los rasgos de lo que, en el ámbito académico y generalmente cultural, se llamó posmodernismo y que registró, en esos mismos años, el cambio de paradigma del que estamos tratando. En algunos casos, además, la conexión con las nuevas mitologías de la ciencia-ficción fuero explícitas, como en el Manifiesto Ciborg de Donna Haraway (1984).  Pero, si en Blade Runner el trasfondo de la problemática existencial de los replicantes es – proféticamente, como veremos – trágico, en el ámbito académico prevaleció el optimismo deconstructivo, que renunciando a todo pensamiento totalizante, se entregó gozosamente a reescrituras, juegos de lenguaje y afinidades maquínicas. Así, para poder acceder a una autofabricación creativa e ilimitada había que alejarse de Freud y sus Edipos, y de Marx y sus historias y, al ser posible, de toda deuda con un origen. Quizá este clima optimista posmoderno, propio de cierta academia y de la clase educada urbana     y que en buena medida llega hasta nuestros días - se deba a la intuición de estar poniendo sobre la mesa los instrumentos del poder de una nueva élite. La capacidad de deconstrucción/recreación del “discurso” es, en este sentido, un saber que se torna en marca de exclusividad.

Algo de todo ello está implícito en la figura del replicante.  Para él, consciente de que su producción es un proyecto industrial, el origen no es un misterio: es conocido y actual - no remite a un pasado. Además, sólo quién sabe que ha sido fabricado ex novo, puede pensar que el ideal de la plenitud vital es la autofabricación. Los viejos humanos, por ejemplo, tenían, cuanto menos, una intuición de que en su propia producción también intervenían factores extrahumanos – eran mamíferos vivíparos – e incluso azarosos – la selección natural. Se trataba de elementos que suponían un límite misterioso a todo proyecto no sólo de autoconstrucción, sino incluso de autoconsciencia. En razón de su artificialidad, los androides pueden, en cambio, expresar deseos y exigencias en forma de listado unívoco: quiero tener nuevas capacidades – visión nocturna, largas apneas; quiero tener nuevas habilidades, - entender de pronto un idioma desconocido o manejar un vehículo marciano;  quiero mutar la forma de mi cuerpo - cambiar de sexo a mi antojo.

De la fundamental afinidad de los proyectos de deconstrucción y autoconstrucción posmoderna con el propio proyecto capitalista somos conscientes desde hace tiempo. De hecho, en muchos de los textos fundadores de la posmodernidad, como La condición posmoderna, (F. Lyotard, 1979) se daba por sentado. En los años 90, Boltanski y Chiappello la describieron con precisión en su libro El nuevo espíritu del capitalismo (1999) y el filósofo Paul B. Preciado nos ha dado un ejemplo reciente (2020), recitando uno de sus textos en una publicidad de la marca de moda Gucci. En Blade Runner no se trata ni siquiera de una afinidad sino cabalmente de una identidad: son las corporaciones las que han producido los androides. No hay nada más allá de ellas. Es por esta razón, también, que el mundo de los replicantes es autoritario por definición. Los replicantes tienen autor, es decir alguien que los ha proyectado y la empresa que los ha construido. No pueden concebir un mundo de intereses diversos que necesite continuas mediaciones: la sociedad está dada y es la sociedad capitalista corporativa que les ha producido. El poder por lo tanto no se estructura como un sistema de acuerdos, conflictos y contrapesos, como en las democracias modernas (liberales), sino a la manera jerárquica y funcional de la industria. Como corolario, ante ese poder, sólo caben exigencias  y no deberes, puesto que la ganancia de la corporación se da por descontada - y es la razón de la propia construcción.

Sin embargo, Blade Runner plantea, de manera directa y brutal, una cuestión que trastoca todo el orden androide y la biopolítica corporativa que le atañe. Roy Batty y su grupo de replicantes no han vuelto a la tierra por deseo de ganancias o de prestigio. Han vuelto porque no quieren morir. Quieren encontrar a su creador, Eldon Tyrrel, y exigirle que aplace la fecha de su obsolescencia.

Escamotear la muerte del individuo es el quid de toda la biopolítica moderna y posmoderna – ejemplarmente resumido en la conocida máxima de Foucault, quien caracterizaba el paso del Ancien Régime al biopoder moderno como el paso del "hacer morir y dejar vivir" al "hacer vivir y dejar morir". Así, la figura del replicante condensa en sí misma la angustia insoslayable del individuo contemporáneo ante el encuentro con aquello que el capitalismo corporativo no puede arreglar ni curar: la muerte.

Un encuentro que el ámbito académico y cultural ha obviado, en general,  por completo. Donna Haraway por ejemplo, asegura que su Manifiesto es un “esfuerzo… de imaginar un mundo sin géneros, sin génesis y, quizás, sin fin.” (la cursiva es de quien escribe).  Más recientemente – y esto nos demuestra, además, hasta qué punto estamos habitados todavía por los paradigmas posmodernos -, el poshumanismo y el acerleracionismo, también intentan disolver el nudo trágico de la angustia de la desaparición individual en la esperanza de un desarrollo tecnológico inimaginable o en la confianza en las potencialidades del propio capitalismo.

En nuestros días, en los que tantos signos sugieren que la posmodernidad ha llegado a su última playa  – aunque en una última pirueta deconstructiva intente a menudo cambiar de nombre -,  su cifra parece revelarse en la escena de la partida de ajedrez que juega el caballero Antonius Blok  con la Muerte, en El Séptimo Sello (1957) de Ingmar Bergman. El caballero, consciente de que está perdiendo la partida – y con ello su vida-, en un astuto gesto deconstructivo tira el tablero, afirmando luego que no se acuerda del orden de las piezas. Según sus propósitos la partida podría volver a empezar – se podría incluso olvidar el origen de la partida o cambiar sus reglas. Pero la Muerte le responde: “Yo sí me acuerdo” y vuelve a poner las piezas exactamente en la misma disposición en la que estaban.

Si decíamos antes que el núcleo trágico de Blade Runner fue profético, es porque al comienzo de la posmodernidad, Ridley Scott nombra sin rodeos su límite y afirma la imposibilidad de toda política - y de toda biopolítica no capitalista. Roy Batty sólo puede matar a su creador, sin haber conseguido nada – sólo unas buenas palabras: “Eres el mejor de todos los replicantes. Estamos orgullosos de ti.” – y después morir. Quizá seguir preguntando por la muerte – aunque hayamos visto los rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhauser - pueda ser el último gesto rebelde, a la vez político y biopolítico, que nos queda.

 

Pubicado en EL VIEJO TOPO Nº 418

martes, 12 de octubre de 2021

ENSEÑAR COMO HABLAR A LOS OBREROS


¡Ha traicionado a los obreros!... Sería natural pensar que una acusación semejante se lanzara en un mitin de un partido de acendrada tradición marxista  o en una manifestación sindical de un primero de mayo y que el acusado fuera un político liberal-socialista. Nos equivocaríamos. Quien la profirió fue un líder de la extrema derecha en un mitin de la campaña para las elecciones legislativas españolas de 2019. Eso sí, el acusado era el actual presidente del gobierno que, efectivamente,  pertenece a la familia socialdemócrata. Si alguien, hace cuarenta años, le hubiera sugerido a un jefe de la ultraderecha un eslogan parecido, seguramente habría sido inmediatamente expulsado del partido por bolchevique (infiltrado). Los tiempos cambian.

Aún así, podríamos pensar que se trata de un exabrupto mitinero, cuya finalidad es adobar al enemigo de todos los males que la fantasía pueda sugerir a un asesor de campaña. El mitin tuvo lugar en una ciudad del “cinturón rojo” de Barcelona. Una típica ciudad obrera. En algunos de sus barrios más pobres la ultraderecha fue el segundo partido más votado. Muchos “obreros” – y parados -, suscribieron, por lo visto, la idea de la traición.  Se ha ido así consumando, en España también, una mutación del espectro político que ha tenido precedentes en muchas democracias del mundo. 

Sabemos que la palabra “obrero” es, en estos contextos, sobretodo una  categoría mítica generalmente usada para nombrar al conjunto de la población con rentas bajas, trabajos poco cualificados y mal pagados - si es que los tienen -, y bajo nivel educativo. Muchos de estos “obreros” han votado a Salvini, a los Kaczynski, a Trump y a Abascal. Marine Le Pen suele afirmar que el suyo es el partido obrero más grande de Francia. Recientes estudios de largo alcance sobre las tendencias de voto, apuntan que en los años 50 y 60 del siglo pasado los partidos de izquierda  cosechaban los mejores resultados entre los votantes con bajos niveles de educación e ingresos, mientras los partidos conservadores los obtenían en las clases medias y altas – entre cuyos representantes se hallaban las personas con más nivel educativo. A partir de entonces, de manera lenta pero imparable, los votantes con más educación se han ido decantando por los partidos de izquierda. Algunos politólogos consideran que, actualmente, los partidos constituyen un sistema “multielites”, siendo, grosso modo, la izquierda la representante de las elites culturales y la derecha de las elites económicas. No es difícil inferir que la progresiva extensión, más allá de las clases altas, de la población con estudios superiores, tiene que ver con esta tendencia. Una parte importante de la actual elite cultural posee mucho capital simbólico y escaso capital económico – aunque las “clases creativas” ciudadanas detentan importantes resortes económicos y son también, en general, más proclives a votar a la izquierda. Esta lucha entre las elites, deja fuera de juego a la población que no tiene ni estudios ni capital económico. 

 A los partidos de izquierdas les gusta todavía considerarse como los defensores de los “de abajo”. Sin embargo actualmente ningún partido defiende una “revolución”.  A lo largo de la segunda mitad del siglo XX la izquierda se fue quedando sin proyecto alternativo al capitalismo. Sólo sobrevivieron las ideas socialdemócratas de contención y corrección de los aspectos más inicuos del propio sistema capitalista.  En este sentido, el mensaje de la izquierda actual a las clases bajas es límpido: no hay otro mundo que imaginar – aunque intentaremos corregir este. La erradicación de la pobreza queda como meta utópica y lejana del capitalismo mismo. El corolario de tales concepciones es que, a los ojos de los “obreros”, las ofertas políticas de la izquierda y la derecha no tienen diferencias esenciales sino sólo prácticas. Por ejemplo, unos proponen la subida de impuestos para proporcionar una mejor protección social en un momento de crisis económica, mientras otros aseguran que eso empeoraría aún más la situación. No hay propuestas que contemplen alternativas a la sociedad que produce cíclicamente crisis económicas.  

Cada una de las dos elites defiende su capital. La defensa del capital simbólico se juega obviamente en el campo de lo simbólico, en algunos aspectos de una manera muy clásica: creando códigos particulares cuyo manejo denota conocimiento y pertenencia. Las “neolenguas” progresistas, - como son las variantes del lenguaje inclusivo -  tienen este sentido. Con ellas se quieren distinguir los miembros de la élite cultural – y quienes se postulan para ello – de modo que, por ejemplo, léxico y modismos identifiquen sin ambigüedad posturas progresistas. Se trata de un instrumento importante para adquirir ventajas  tácticas y estratégicas, marcando territorios institucionales, políticos y sociales por los que, sin el adecuado conocimiento lingüístico, se tendrán dificultades para circular. El uso de códigos culturales elaborados para mostrar pertenencia es, por otra parte, una estrategia socio-política con una larguísima tradición. La burguesía, por ejemplo, exigió siempre “buenos modales” para poder reclamarse de ella: desde el uso de un léxico y una sintaxis apropiados hasta un conocimiento cabal de los comportamientos corporales en la mesa. Tales “buenos modales” eran también, antes como ahora, armas arrojadizas en las luchas de poder internas a las élites mismas.

La voluntad de crear una neolengua propia ha acompañado a la izquierda desde su nacimiento. Nos baste recordar que, en 1793, los revolucionarios franceses reorganizaron el calendario y cambiaron los nombres de los días y los meses. En este sentido, es revelador comparar cuáles eran los objetivos de aquella reforma nominalista y de la actual. El calendario republicano francés aprobado por la Convención Nacional el 5 de octubre de 1793, había sido elaborado por un matemático y tres astrónomos y reflejaba la voluntad revolucionaria de imponer una visión científico-racionalista del mundo. Una visión que se identificaba a sí misma con el progreso y se oponía a la tradición cristiana considerada como la base cultural del antiguo régimen. Así los días de la semana dejaron atrás sus nombres relacionados con las divinidades paganas y las festividades cristianas y pasaron a un austero primidi, duodi, tridi, etc. En vez de un santo, a cada día se le asignó una planta, un animal o un utensilio. El nuevo primer día del año (el 22 de septiembre, según el calendario gregoriano) era así, siguiendo una lógica impecable, el primidi, vendimiaire, raisin (primidi, vendimiario, uva).

Si analizamos ahora cuál son las propuestas de las neolenguas progresistas actuales veremos que están centradas en la cuestión de la identidad individual,  esencialmente en los aspectos corporales como el género o los  rasgos étnicos. Ya no importa la racionalización de la vida social sino la denominación de la persona. Se trata, por lo tanto, de una reforma lingüística con un background radicalmente individualista. Su horizonte son los derechos individuales – motor a su vez de las políticas de reconocimiento. Un ejemplo particularmente ilustrativo en tanto que lleva al límite la lógica subyacente a las neolenguas actuales,  se puede hallar en la Nonbinary Wiki, donde encontramos la definición de Egogender  (de “ego”, “yo” en latín y “gender”, “género” en inglés). Se trata de un género tan específico de un individuo que sólo puede ser nominado como “yo (o nombre de la persona)” género.

La neolengua progresista se nutre, en suma, del individualismo radical propio de nuestra sociedad (“There is no socitey”, como resumía con genio Margareth Thacher) para intentar orientarlo a la lucha entre las élites culturales y las económicas – aceptando cabalmente el marco del capitalismo consumista.

Las neolenguas progresistas – como todas sus antecesoras – nacen de especulaciones propias de la cultura universitaria cuya posesión constituye específicamente  el “capital simbólico”. Una cultura necesaria tanto para entender la propuesta de reforma lingüística como para poderla, eventualmente, usar con soltura. Los “obreros”, con escasa formación reglada quedan en consecuencia excluidos, a la vez sin palabras y sin horizonte de transformación.  Aclaremos aquí que la formación es sólo una parte de la cultura: no tener educación superior no quiere decir no tener cultura, sino sólo no tener esa parte de la cultura apta a constituir un capital simbólico.

Es importante tenerlo en cuenta, porque los “obreros” actuales también son individuos consumistas. Al igual que a todos los demás,  a ellos también les ha llegado la característica invitación  a gozar del consumo  y la promesa de su infinita multiplicación. Pero ¿qué sucede cuando la promesa de la felicidad consumista llega acompañada de una evidente imposibilidad material de realizarla? ¿Qué se siente ante el festival de bienes de un centro comercial cuando no sólo no se tiene ningún margen económico para gastos superfluos, sino que se sabe o se intuye que tampoco se tendrá en el futuro? ¡Frustración y resentimiento!

En otros momentos históricos “la voz de los que no tienen voz” ha hallado espacios expresivos propios que han permitido fructíferas alianzas socio-políticas. A lo largo de todo el siglo XIX, por ejemplo, la reflexión sobre la cultura popular ha denotado a la vez el empuje de las nuevas clases populares y el interés de las élites progresistas por buscar alianzas. El famoso cuadro de Eugène Delacroix “La libertad guiando al pueblo” es una ejemplo icástico de cuanto decimos.

Con el advenimiento de la cultura de masas, sin embargo, la cultura popular autónoma desaparece y las elites y el pueblo comparten básicamente la misma cultura. La diferencia empieza a establecerse de manera muy acentuada únicamente por la formación superior. De ahí, que la izquierda actual tenga tantas dificultades para conjugar la defensa de sus intereses como élite cultural, con  los intereses de los “obreros”. Los discursos emancipatorios individualistas son las armas de las elites culturales para intentar defender su poder y no pueden ser extendidos a quien no tiene ese capital simbólico. Se necesitaría una adaptación socio-cultural que los desdibujaría por completo. Es por ello que más allá de la valla del lenguaje inclusivo se extiende el desierto de un resentimiento sin nombre.

En la lucha por la hegemonía las elites culturales están claramente en desventaja. El meollo del poder económico no se discute ya que las propias elites culturales dan por sentado que el marco de todo poder actual es el capitalismo consumista. Las elites económicas pueden dormir tranquilas: nadie pretende ya transformar radicalmente el régimen de la propiedad privada o de los medios de producción. La lucha entre las elites tiene lugar por completo alrededor del capital simbólico. De esta manera, las elites culturales no pueden estar más que a la defensiva, porque la posibilidad de un cuestionamiento radical del poder de las elites económicas  está excluida de entrada.

Todos los grandes textos de Antonio Gramsci fueron escritos en la cárcel y constituyen una  meditación sobre la derrota de la izquierda europea en los años 30, cuando el fascismo se fue adueñando del poder en casi toda Europa. Su clásica apelación a la creación de una literatura nacional-popular era un llamado a la izquierda, en los términos de su tiempo, para realizar una profunda reflexión respecto de los errores políticos y culturales que había cometido y que habían arrojado a tantas personas en los brazos del fascismo. Me gustaría pensar que no hace falta acabar tras los barrotes, vigilados por los que pensábamos estar defendiendo,  para empezar una fértil autocrítica.  

 

Publicado en El Viejo Topo, nº 404, Septiembre 2021