lunes, 1 de mayo de 2023

AMERICANIZACIÓN

 


La globalización y el neoliberalismo, extendidos después de la caída del muro de Berlín al amparo de la hegemonía política y militar de Estados Unidos, han supuesto una aceleración en la difusión de la american way of life en mundo entero. En Europa, hasta los años ochenta del siglo XX, la americanización era un rasgo más propio del consumo y de la cultura popular. Ahora, sin embargo, se ha extendido a todos los aspectos de la vida social y cultural - desde los debates académicos hasta la vida política.

En el ámbito de la izquierda, la americanización ha supuesto un cambio de paradigma y un tránsito hacia ideales y objetivos diferentes. La izquierda europea había nacido, incluso como denominación, con la revolución francesa y nunca había abandonado la perspectiva revolucionaria: esto es, trascender la sociedad existente para crear otra mejor. A lo largo del siglo XIX y XX tal concepción fue robusteciéndose con elaboraciones de primer orden – Marx in primis, pero también Fourier o Bakunin – y midiéndose en las concretas luchas políticas de todo el continente – 1848, 1870, 1917. Durante el siglo XX, el pensamiento y la praxis de la izquierda europea incorporaron, además, elementos de la crítica a la consistencia del individuo que habían sido formulados por Nietzsche y Freud. Las reflexiones de la Escuela de Frankfurt, por ejemplo, vincularon a las experiencias de la intimidad psíquica con específicas dimensiones sociales. Se articularon así perspectivas de transformación radical – un mundo y un individuo completamente nuevo – con una desconfianza también radical hacia toda aparente coherencia discursiva, tanto institucional como individual.

La tradición de la izquierda estadounidense ha sido, en cambio, completamente diferente. Quizá porque en Estados Unidos no se conocieron intentos de restauración – como, en cambio, sucedió en Europa después de 1815 –, se consideró que allí la revolución de las Trece Colonias sí había alumbrado un mundo nuevo – que, una vez asentado, no necesitaba otra revolución. Las corrientes principales de la izquierda estadounidense han sido, por ello, siempre reformistas. No han conocido la aspiración a un cambio drástico del orden social, sino el deseo de su perfeccionamiento, teniendo como brújula la Declaración de independencia de 1776 – muy en particular, la promesa de felicidad individual que allí se expresa – y la constitución de 1787. Es este, en Estados Unidos, el horizonte de referencia para toda reivindicación. Recientemente, por ejemplo, los exponentes de movimiento Black Lives Matter, no han exigido cambios revolucionarios sino sólo el respeto de la Constitución, puesto que ésta ya asegura el principio de no discriminación para todos los ciudadanos.

El reformismo estadounidense tiene, además, otro fondo: el nunca resecado cordón umbilical con una específica tradición religiosa – a diferencia de la difusa secularización y del escepticismo europeos. La componente puritana, en particular, caracterizada por la literalidad de la lectura textual de Biblia y la idea de la santidad del creyente y de la comunidad de los fieles, es todavía apreciable en muchos debates de la sociedad de Estados Unidos – por ejemplo, en lo que se refiere al lenguaje “políticamente correcto”. Pertenece a ese acervo de origen religioso la concepción del individuo, considerado como una unidad primigenia consistente, “santa” – y no agrietada por inconsciencias y lapsus freudianos. Es este el individuo que tiene derecho a la búsqueda de la felicidad inscrita en la Constitución y que configura, a partir de entonces, el núcleo esencial, el principio primero de todo el orden político.

Estas características – reformismo e individualismo esencialista – son visibles, en diversos grados, no sólo en los rasgos culturales y políticos específicos de Estados Unidos, sino también – y no podría ser de otra forma –, en el modo de la recepción de ideas y comportamientos ajenos. La americanización no ha sido sólo una propagación de elementos culturales autóctonos, sino también – y en ello reside una parte importante de su fuerza – una absorción y una reelaboración de elementos exógenos, redifundidos luego globalmente. A la manera de lo que sucedió en la antigua Roma, la cultura estadounidense está abierta al mundo – quizá porque, como sugiere el sociólogo francés Frédéric Martel, “Estados Unidos es un mundo” –, adapta lo ajeno a sus propias concepciones fundamentales y lo hace luego objeto de broadcast.

En el ámbito académico y político, son ejemplares, en este sentido, las aventuras de las reflexiones sobre el orden del discurso de Michel Foucault. Para el filósofo francés, el estudio de la topología de la enunciación es una vuelta de tuerca más en el análisis, inaugurado por Nietzsche, de la fundamental historicidad, heterogeneidad e inconsistencia de los discursos, tanto si son institucionales como si son individuales. En la academia y en los ambientes activistas de Estados Unidos, tal análisis se ha sedimentado, en cambio, sobre el zócalo inagrietable del individualismo esencialista, transformándose en un argumento a favor de la consistencia del individuo. Por ejemplo, en las reflexiones sobre la “interseccionalidad”, la coincidencia de varios vectores de opresión (raza, género, clase) no da lugar a una concepción de un individuo roto por la heterogeneidad de tales vectores y, por eso mismo, capaz de cuestionar la solidez del molde opresivo y encontrar alianzas, también heterogéneas. Al contrario: es porque coinciden concretamente en mí estos vectores que puedo decir un “yo” irreducible a cualquier otra experiencia. Se redibuja, en suma, una vez más, la barrera infranqueable de la consistencia del individuo propia de la cultura estadounidense – eso sí, con una nueva argumentación.

No se trata sólo de discusiones académicas. La relectura de la crítica foucaultiana al orden del discurso en clave esencialista, propia del ámbito estadounidense, ha sido una de las bases conceptuales de concretas medidas políticas y sociales. Al considerar, insostenibles los marcos discursivos neutros y tendientes a la universalidad, se intenta reducir todo enunciado al individuo que lo profiere. Como en un juego de muñecas rusas, una serie de identidades sólidas y consistentes justifica que sólo cierto género pueda hablar de sí mismo; dentro de este género, las personas de cierta raza serán las únicas que podrán hablar de su propio sub-grupo; dentro de este sub-grupo, las personas que tengan determinada especificidad sexual constituirán otro conjunto aislado... No hace falta subrayar que este tipo de definición topológica del hablante tiende a abolirse a sí misma:  no hay razón de interrumpir la serie antes de llegar al átomo primigenio de toda experiencia que es el individuo mismo – recordemos que, efectivamente, en la Non-binary Wiki existe la definición de egogender, como aquel género integrado sólo por uno mismo.

La afirmación axiomática de la consistencia individual tiene como consecuencia la imposibilidad de disponer de instrumentos para analizar crisis y malestar del individuo mismo - y de la comunidad de la que es el zócalo. En este sentido, toda crisis tendrá irremediablemente una etiología exógena, en tanto que no es concebible que el individuo o el grupo, apodícticamente consistentes, puedan contener heterogeneidades críticas. El remedio no puede ser entonces más que añadir otro elemento consistente a la consistencia anterior, una prótesis por así decirlo, que colmate la grieta que se haya producido. Un ejemplo, a la vez conceptual y político, de cuanto decimos ha sido la crisis del “grupo” modernidad/colonialidad (Grupo M/C), que se rompió alrededor de la cuestión del apoyo o no al gobierno bolivariano de Venezuela. Ramón Grosfoguel, sociólogo perteneciente al Grupo M/C, en su recentísimo De la sociología de la descolonización al nuevo antiimperialismo decolonial, afirma, por un lado, que hay movimientos e intelectuales decoloniales apoyados por la CIA (el elemento externo que lleva a la crisis) y, por el otro, propone de añadir “antimperialista” a la secuencia feminista, antifascista, ecologista, antirracista y anticolonialista, para distinguir uno de los dos bandos.  Salta a la vista que se trata de una operación infinita: cualquier crisis de cualquiera de los términos necesitará una nueva prótesis conceptual. Reencontramos similares problemáticas en el ámbito del debate feminista, cuando Nancy Fraser, ante la evidencia de que existe un feminismo procapitalista, considera necesario añadir el adjetivo socialista a feminista, para asegurar la operatividad crítica de su propio pensamiento.  

La negación de toda posibilidad de universalidad discursiva en aras de la consistencia última e intrasmisible de la experiencia individual, presupone, sin embargo, algún marco que sustente la posibilidad de comunicación entre individuos y, por lo tanto, la existencia de la comunidad. Es aquí donde podemos apreciar como el individualismo esencialista y el reformismo político “hacen sistema”. La crítica individualista al universalismo no es absoluta en términos conceptuales, políticos o existenciales, sino que presupone el marco del Estado y del sistema capitalista naturalizado en la declaración de independencia estadounidense – sobre todo gracias al derecho a la propiedad y a la búsqueda de la felicidad. Es por ello que en Estados Unidos – y en las sociedades americanizadas – quejas y reivindicaciones, aun de matriz antiuniversalista, tienen ese rasgo patriótico y constitucionalista que indicamos a propósito del movimiento Black Lives Matter. También por la misma razón, las películas de Disney, vector fundamentalísimo de la difusión del american way of life, asumen postulados  feministas, ecologistas, antirracistas y anticolonialistas. Tales películas son en sí mismas la expresión del capitalismo actual y son, por lo tanto, en la óptica reformista estadounidense, el lugar adecuado para expresar quejas y reivindicaciones.

Es más, las películas de Disney, suponen la expresión no sólo de la coincidencia de paradigmas culturales y políticos, a la vez capitalistas y reformistas, sino también una muy concreta convergencia de intereses entre las clases educadas urbanas, que votan a la izquierda y se han beneficiado de la globalización, y las multinacionales que producen contenidos culturales – o nuevas tecnologías. El multiculturalismo, típico de tantos blockbusters recientes, no es sólo una cuestión de abertura cultural y política hacia el Otro, sino también una expresión del ámbito supraestatal de la acción de las multinacionales mismas –  interesadas en promover la sustancial integración de toda persona, independientemente de su sexo, raza o religión, al capitalismo mismo, como consumidor y como trabajador. Finalmente, también da fe del origen americano de este multiculturalismo el hecho de que promueva una visión también esencialista de los Otros y de sus comunidades, imaginándolos como integrantes de culturas primigenias, holísticas e intocadas. Una nueva versión, en suma, del mito, moderno y occidental donde los haya, del Buen Salvaje – al que se priva, una vez más, de historia y de política, con el argumento, típicamente esencialista, de una imposible conexión y comparabilidad entre culturas.

El paradigma reformista y esencialista, en tanto que descarta, niega y obvia todos los constructos sociales y culturales que supongan una crisis radical en su propio seno, no es capaz de interpretar cabalmente sus propias fracturas. Crisis y malestar crecen sin que haya manera siquiera de nombrarlos, hasta que explotan en forma violenta, pero in-significante. Las matanzas perpetradas por personas corrientes que un día cogen sus armas y disparan a sus vecinos, a sus compañeros de trabajo o a fantasmáticos objetos de odio, podrían ser un triste ejemplo de cuanto venimos diciendo.

La potencia política y económica de Estados Unidos genera, por otra parte, un efecto de espejo y de atracción. La cultura estadounidense está amparada por la (híper)potencia industrial y militar del país, que provee las bases para su difusión. No se trata sólo de sinergias genéricas: las enormes cuotas de pantalla de las películas de Hollywood son objeto de muy específicas – y rudas  – negociaciones entre gobiernos.  La academia estadounidense posee un concreto poder de atracción por los sueldos y posibilidades de desarrollo de investigaciones que brinda. Se genera así un efecto de loop: reformismo y esencialismo constituyen una verdad porque se imponen y se imponen porque son verdad – más allá de cualquier consideración sobre su efectividad conceptual o política. Tales constructos generan efectos reales con su imposición, pero no tienen necesariamente relación con las diferentes realidades a las que adhieren. Son más bien discursos e imágenes “pegados encima”, con la cola de la potencia, a mundos que les son ajenos.

La izquierda, en Europa como en todo el mundo americanizado, al haber asumido estos postulados, por interés de clase y comunidad de cultura, ha tenido que pagar en ceguera las ventajas de compartir hegemonía. En consecuencia, algunas cuestiones centrales, que definían políticamente a la izquierda, se han deslizado a los márgenes, si no han desaparecido por completo. La problemática de la pobreza, por ejemplo, ha acabado por ser considerada, en Europa, un asunto técnico – y no sistémico – a gestionar a través de los servicios sociales – en Estados Unidos se gestiona también penalmente, según la vieja tradición religiosa anglosajona que considera a los pobres unos delincuentes. Así, las personas de escasos recursos, lo que queda de la clase obrera y los precarios se orientan, por rabia, por miedo e incluso por afinidad cultural hacia la derecha. Tal deriva política de las clases otrora troncales en el voto, conforma uno de esos límites donde el pensamiento y la práctica política de la izquierda ahora naufragan, sin que siquiera haya una interrogación sobre las razones del naufragio. Realismo y capacidad de análisis crítico – y autocrítico – quedan, en estos momentos, fuera de su alcance.

Es posible que, contrariamente a lo que se suele afirmar, sólo una perspectiva revolucionaria, en el sentido definido más arriba de imaginación trascendente de una sociedad otra – y cuyo andamiaje está por definir  –, permita ahora un análisis realista de las tensiones sociales  y una acción que sepa significar la negatividad y la violencia que habita toda sociedad americanizada. Mas, es sobre todo el deseo de otro mundo y de los Otros que habría que recobrar – cercenado por definición en el mundo imaginado por el reformismo esencialista. Un deseo que, como glosa con precisión la escritora feminista Elisa Cuter en su espléndido Ripartire dal desiderio (Volvamos a empezar por el deseo), será siempre confuso y conflictivo, pero abierto al futuro y radicalmente fértil.

 Artículo publicado en El VIEJO TOPO, nº 423, abril 2023