Mostrando entradas con la etiqueta capitalismo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta capitalismo. Mostrar todas las entradas

miércoles, 5 de febrero de 2025

CAMBIO DE ÉPOCA

 

Reflexionar hoy sobre un cambio de época, parece perfectamente justificado: se habla abiertamente de ello en libros, revistas e incluso en la prensa diaria, sin importar la tendencia política o cultural. La guerra de Ucrania y la de Gaza, el declive de la hegemonía estadounidense, el ascenso del poder chino y de los otros BRICS, las tensiones que derivan de todo ello, suelen estar en el centro de estas reflexiones. En términos geopolíticos, parece haber un cierto acuerdo en considerar la guerra de Ucrania, empezada el 23 de febrero de 2022, con el ataque masivo y la invasión de territorio ucraniano por parte de Rusia, como el momento en que se hace evidente el cambio de época.

Tan importante como el ataque ruso ha sido la negativa de los países del llamado “Sur global” a suscribir las sanciones que Europa y Estados Unidos han impuesto a Rusia. Una negativa que ha mostrado de manera concreta hasta que punto no sólo China, sino también los otros Brics – Brasil, India, Suráfrica – no han encontrado razones para plegarse a las exigencias de Estados Unidos. Ni ellos, ni casi ninguno de los países africanos, asiáticos y latinoamericanos. Puesto que una de las definiciones clásicas del poder es la capacidad de obligar al otro a plegarse a la propia voluntad, podríamos decir que tal negativa ha mostrado gráficamente – y geográficamente – los nuevos límites del poder estadounidense.

Desde el punto de geopolítico, en suma, el cambio se manifiesta en el relativo declive de la hegemonía estadounidense y la correspondiente eclosión del poder chino, así como de los otros Brics, Rusia incluida.

Sin embargo, y también en esto suelen coincidir los análisis, la crisis de Estados Unidos no es sólo geopolítica, sino también interna, de su propia sociedad.

En este caso, el cambio de rasante se suele identificar con la elección de Donald Trump en 2016. No se trata sólo de lo disruptivo de sus avatares políticos – negarse a aceptar la victoria de su adversario; alentar al golpe de estado; ser el primer ex-presidente imputado penalmente; incluso, ser reelegido. Consideremos un momento Make America Great Again, el eslógan de Trump, y sobre todo en el adverbio Again: se nos revela una nostalgia, un deseo de volver a un pasado mejor, una necesidad de autoconvencimiento, absolutamente impropios de un poder en acto. El encerrarse en sí mismo es signo indefectible de la mengua del poder imperial. En España, desde el siglo XVII, sabemos mucho de tales actitudes y de su significado: “…y los sueños, sueños son.”

La elección de Donald Trump en 2016 es la otra cara de la crisis del programa cultural-político del partido Demócrata. De entre los abundantísimos análisis que, en su momento, se hicieron de ello, quisiera destacar el del psicoanalista Eric Laurent, en un perspicaz artículo publicado en el reciente Política y Psicoanálisis, y titulado significativamente: El traumatismo del final de la política de las identidades: “La campaña de Hillary Clinton se había basado por completo en poner el foco en las diferentes minoría étnicas (negros o latinos), las mujeres y las minorías sexuales, subrayando para cada una de estas identidades la necesidad de la igualdad de derechos. Por lo tanto, una política de identidades claramente asumida. Su eslogan “Stronger together” (Más fuertes juntos) ponía de relieve esta yuxtaposición identitaria; sin subrayar lo que hay en común, sino sólo la suma de fuerzas…” Laurent más adelante observa que “las mujeres, los latinos y los negros, tienen identidades múltiples. Es lo que hace que el resultado se escape del cálculo” que había hecho Clinton.

Este análisis de Eric Laurent apunta a una fundamental inadecuación, a la vez política y cultural, del programa del Partido Demócrata y a la crisis del discurso “progresista”. Es este un elemento importante para nosotros, porque se trata de una crisis que desborda el marco propiamente estadounidense. La política de las identidades ha sido la panacea de la política socialdemócrata del mundo entero – de la política de izquierdas, puesto que, ahora mismo, no hay más izquierda que la socialdemócrata - esto es no hay más izquierda que la que presume de manejar mejor el capitalismo que la derecha.

Además, la cultura “progresista” -uso esta palabra a sabiendas de que es un atajo conceptual – que ha colonizado las universidades, las estructuras burocráticas y los partidos de izquierda del mundo, tiene límites sociales muy definidos: es una cultura de clase - la cultura de la clase educada urbana. Sus ideales, otrora ideales universales de emancipación, han sufrido unos ajustes interesados – el más evidente de los cuales es el relativo desinterés por las cuestiones ligadas a la exclusión económica – y se han tornado en elementos de dominación social.

Un tercer elemento se suma, por lo tanto, en el cambio de época, respecto de Estados Unidos: a la mengua del poder imperial y a la crisis de identidad hay que añadir el naufragio de la política y la cultura progresista.

El siglo americano, que acaba ahora, ha supuesto la globalización, exponencialmente acelerada después de 1989, del american way of life. Sus vectores principales han sido, por una parte, el cine (después la televisión y más tarde las redes) y, por la otra, la producción de bienes de consumo, sin que sea posible establecer una prioridad entre las dos. Recordemos aquí que la hegemonía cinematográfica estadounidense se fraguó a partir de 1915 - cuando el conjunto de la industria cinematográfica francesa hasta entonces mundialmente dominante, tuvo que parar toda producción por la amenaza de los bombardeos alemanes sobre París y la incorporación de técnicos y actores al ejército. Estados Unidos aprovechó y desarrolló inmediatamente sus propias redes de distribución mundiales, con prácticas muy agresivas de carácter monopolístico que perduran hasta nuestros días.

Ya entonces, en las películas estadounidenses se podía ver el estilo de vida consumista moderno. Por las imágenes de las películas – en los cortos de Chaplin, sin ir más lejos – desfilaban coches, neveras, supermercados, ropa cómoda y de corte moderno, que luego la propia industria estadounidense producía masivamente y exportaba.

Sin embargo, en las últimas dos décadas del siglo XX, los objetos y las imágenes propios del american way of life ya no eran producidos sólo en Estados Unidos ni contaban con capital mayormente estadounidense. Hace unos 15 años, Frédéric Martel, en su documentadísimo Mainstream – ensayo sobre la cultura que gusta a todo el mundo, demostró que el capital de las grandes majors de Hollywood no era de mayoría estadounidense sino global – japonesa o alemana en algún caso - y que, por otra parte, el entretenimiento de tipo estadounidense – contenidos y formas - ya se producía localmente en Corea, en China, en la India, en Egipto o en Brasil, con la misma calidad. El american way of life era ya, en el último cuarto del siglo XX, una producción del mundo entero. Todas las regiones de la tierra reproducían sus rasgos - y siguen reproduciéndolos - autónomamente. Hoy, en 2024, no se vislumbra tampoco ninguna solución de continuidad: no existe ningún foco civilizatorio alternativo que en el algún lugar del mundo esté disputando la hegemonía del american way of life, de la civilización del consumo.

A la crisis geopolítica de la hegemonía estadounidense que inaugura la nueva época, no corresponde una crisis civilizatoria del american way of life. Parece más bien que nos hallamos en la situación explicada por Ian Morris, en su perspicaz Guerra ¿para qué sirve?, cuando describe un típico fin de un imperio. Éste, según Morris, necesita paz para poder enriquecerse y necesita que sus súbditos se enriquezcan para poder imponerle tributos; los súbditos se enriquecen haciendo propias la cultura y la política imperiales hasta el punto de poder desafiar el Imperio mismo. Empieza entonces un período de guerras.

Al respecto, podríamos pensar en el fin del Imperio Romano de Occidente: el momento de su final político en el 476 d.C., no supuso ni el fin de las estructuras sociales y administrativas, ni mucho menos el fin de su cultura que reinterpretada ya entonces por el cristianismo (y también, un poco más tarde, por el Islam) y revisitada filológicamente a partir de la baja Edad Media, ha llegado hasta nuestros días – tanto es así que nos estamos expresando en un idioma derivado del latín.

Podemos hipotizar, en suma, que la época que las guerras actuales parecen inaugurar, estará marcada por un tipo de cultura nacido del american way of life con la particularidad de que no será Estados Unidos quien la ampare.

Parece darnos la razón, el hecho de que China, sin ceder al sistema político democrático-liberal, ha mostrado la vía de una sociedad de consumo madura, cuyos productos y estilo de vida son en todo homologables a los originales estadounidenses. Lo mismo puede decirse de otros estados – que, además, y sin que les parezca contradictorio, reivindican una cultura original, cuando no una originaria, como Arabia Saudí y los Emiratos del Golfo o la India.

Por otra parte, los signos de la inconsistencia de las alternativas a la sociedad de consumo son visibles desde hace decenios y algún corvaccio – cuervazo – como Pier Paolo Pasolini nos había avisado ya sobradamente.

Sin embargo, si, como consecuencia del realismo de nuestras reflexiones, nos dejáramos ganar por la impresión de que no queda espacio para ningún discurso ni imagen ninguna que no forme parte del plan de tenernos entretenidos en los centros comerciales o clavados en el sofá delante del televisor o absortos en Tik Tok, estaríamos tomando por verdad revelada las trolas del capitalismo consumista mismo. Bien saben los publicistas que no acabamos de estar nunca entretenidos, clavados y absortos – o como diría Foucault: no acabamos nunca de estar dominados.

Lo que el capitalismo consumista pregona es una utopía: para ser felices, basta vivir en el goce del consumo. Pero ay de aquel que toma en serio tal propuesta! Porque ser felices de este modo cuesta trabajo y dinero. Bien lo saben todos los que trabajan por lo menos ocho horas pero en las redes muestran sólo sus hobby y jamás su trabajo… y que cada noche toman Tranquimazin, Diacepam - y por la mañana Prozac si hace falta. Bien lo saben, aquellos a los que los tranquilizantes y los antidepresivos les parecen poco y, cual héroes del consumo, se meten coca, éxtasis, ácidos y fentanilo. Bien lo saben los educadores de calle de nuestras ciudades, que tienen que hacerse cargo del malestar de unos chavales pobres a los que se les ha prometido que van a vivir como ricos.

La ausencia de alternativas no supone en absoluto el cierre de todo el espacio donde el ser pueda respirar, donde se pueda ser libre en el sentido etimológico que nos desvela Benveniste en su clásico libro sobre las Instituciones Indoeuropeas: ser libre es crecer entre iguales. Se abre, al contrario, un espacio de libertad muy específico: llamémosle, al menos por ahora, el “espacio trágico”.

El espacio trágico es el lugar en el que una contradicción insoluble abre la posibilidad de crear algo nuevo, inesperado. Con Hegel: “La belleza carente de fuerza odia al entendimiento porque este exige de ella lo que no está en condiciones de dar. Pero la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se mantiene pura de la desolación, sino que sabe afrontarla y mantenerse en ella. El espíritu solo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento. […] Esta permanencia [en lo negativo] es la fuerza mágica que hace que lo negativo vuelva al ser.”  Así afirma nuestro filósofo en el «Prólogo» a La fenomenología del espíritu.

Podemos rastrear ecos de este pensamiento de Hegel en varios filósofos actuales. Por ejemplo, me parece particularmente interesante  como Alain Badiou, en un pequeño texto titulado 24 notas sobre el uso de la palabra “pueblo”, concluye diciendo: “La palabra “pueblo” tiene sentido positivo sólo respecto de una posible inexistencia del Estado: o bien de un Estado prohibido del cuál deseamos la creación; o bien de un Estado oficial del cual deseamos la desaparición”. De este modo, para Badiou “pueblo” es precisamente el sujeto que actúa en lo negativo – y sólo en ese sentido podemos usar esa palabra.

Desde el punto de vista político, por lo tanto, la invitación de Badiou – y de otros pensadores actuales como Zizek  – es la de encarar la continuidad del american way of life, más allá de un posible declinar de la hegemonía estadounidense, permaneciendo en la negatividad, atentos a la creación de la posibilidad política, social, artística, de que lo negativo vuelva al ser y atentos también a escapar de lo positivo de su institucionalización.

Esta negatividad es el corazón de lo trágico actual y es el rasgo fundamental de toda acción política y cultural en la época que ahora empieza. 

 

Publicado en El viejo topo, nº 443

jueves, 2 de noviembre de 2023

IMÁGENES Y CAPITALISMO

 

La articulación cultural de las imágenes – su sentido – forma parte de todo aquello que “se desvanece en el aire” – según la célebre metáfora del Manifiesto Comunista. El advenimiento del capitalismo y su dinámica revolucionaria, hace aflorar la historicidad de todo orden cultural y político, que queda, por eso mismo, desgarrado. Se fuerza así a los hombres “a considerar sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas sin ilusiones”[i]. Las imágenes, en el pensamiento crítico moderno, han sido muy a menudo acusadas de complicidad en la creación de tales culpables ilusiones.

En la Encyclopédie de Diderot y d’Alembert, por ejemplo, la voz “pintura” asevera que ésta “no tiene ninguna relación con las necesidades de la vida”. A renglón seguido, en una clara alusión al orden cultural del Ancien Régime, podemos leer que “los que han gobernado los pueblos en cualquier época, siempre han utilizado pinturas y esculturas para inspirar mejor los sentimientos que querían transmitir, sea en religión, sea en política”[ii]. Según esta concepción, las imágenes serían pues, por una parte, un simple solaz de los sentidos pero, por otra parte, tendrían un gran poder, casi coactivo, visible en el campo político y religioso.

Diderot y D’Alembert perciben, de hecho, que las imágenes están indisolublemente ligadas al cuerpo. En la misma voz, sostienen que los pueblos del sur son los más sensibles al poder de las pinturas y las esculturas, por estar más cercanos al sol. Cuanto más sensuales son los cuerpos, menos libres son y más fácil es engañarlos a través de las imágenes para que obedezcan ciegamente. Es por ello que las imágenes pueden ser a la vez epistemológicamente irrelevantes y políticamente significativas; pueden ser un simple fenómeno perceptivo, emparentado con otros fenómenos que producen placer pero no sentido, y, sin embargo, ser potencialmente peligrosas: su poder de seducción no permite la libre determinación de sí mismo. Esta contradicción refleja fielmente la tensión que subyace a la afirmación ilustrada que la razón es el único instrumento apto para descifrar las leyes de la naturaleza y promover la emancipación de la humanidad. Pero algo resiste, algo no acaba de poder ser reducido ni a algoritmo ni a silogismo, algo vuelve a preguntar una y otra vez por su propio trágico destino: el cuerpo que goza y muere. Sade y Goethe se encargarán de aducir icásticos ejemplos de ello - en el ocaso de un racionalista siglo XVIII que desembocará en la orgía de corporalidad exaltada y destructiva de la época napoleónica.

La condena de las imágenes es uno de los elementos de la separación radical entre razón y cuerpo que instituye el proyecto ilustrado - y es una elaboración específica suya. El proyecto renacentista, del que los ilustrados retomaron tantos elementos, no lo había planteado así. En aras de un platonismo sensualista que consideraba posible presentar los modelos hiperuránicos directamente a los sentidos, tanto el cuerpo sensible como la imagen misma estaban incluidos en el proyecto general de emancipación de lo humano[iii]. Es esta la razón por la que, si nos acercamos a los grandes momentos de la pintura y la escultura renacentista o del primer manierismo podemos percibir una profunda confianza en el espesor significante de cuadros y esculturas. Es más, a comienzos del renacimiento, Leon Battista Alberti, intentando una definición ya completamente externa al campo religioso, afirmó que una imagen es “cualquier objeto que lleve una huella de actividad humana”[iv], tanto si es una estatua como un utensilio. Según esta definición, hay, por lo tanto, un gesto, una dimensión corporal concreta, en la raíz misma de cualquier imagen.

Desde la Ilustración hasta nuestros días – y con argumentos análogos – las imágenes y sus ámbitos han sido objeto una y otra vez de condena por parte de quien enarbola proyectos de emancipación. Sin embargo, desde la condena ilustrada, “los que han gobernado los pueblos” han hecho un uso cada vez más masivo de las imágenes para “inspirar sentimientos” a sus sujetos. Podría parecer que, desde este punto de vista, el proyecto ilustrado ha fallado estrepitosamente. O quizá no.

En el mismo siglo XVIII, empezó a verse, al trasluz del capitalismo consumista incipiente, que el cuerpo moral y razonable del burgués que relegaba las imágenes al puro entretenimiento – o las empleaba razonablemente -, se desdoblaba en otro cuerpo. Este inesperado y alocado hermano siamés se drogaba no sólo con vino y aguardiente, sino también con tabaco, café y chocolate que fluían por las redes globales marítimas y terrestres; comía azúcar compulsivamente; quería vino fresco incluso en verano y se compraba ropa nueva a cada estación; y también era muy goloso de imágenes: las casas se fueron llenando paulatinamente de pinturas, estampas y bibelots, más grandes o más pequeños  según las posibilidades económicas de las personas que las habitaban.   

En suma, por un lado, los ideólogos del proyecto ilustrado, los censores burgueses y, con el tiempo, incluso la mayoría de los críticos anticapitalistas han exigido sumisión y moralidad. Las imágenes sólo han podido reivindicar un sentido si han servido a la “virtud” – y han sido entonces edificantes o, como diríamos ahora, políticamente correctas. Un impulso alegórico[v] las tiene que guiar, generando una correspondencia explicita entre lo representado, la forma de la representación y los discursos del “bien” políticamente y éticamente validados: desde el siglo XVIII, la moral burguesa, con todos sus avatares[vi]; en el siglo XX las doctrinas políticas y sus éxitos más o menos revolucionarios[vii]; en el siglo XXI, las políticas de reconocimiento. Por otro lado, ha crecido a pasos agigantados una industria de imágenes - cuyos  empresarios, además,  iban asegurando que se trataba de puro entretainement y con ello, en un juego hipócrita,  parecían asumir las prescripciones éticas y políticas impuestas a las imágenes por los discursos ilustrados mismos.

Si antes aludíamos al capitalismo como trasfondo de esta concepción aparentemente contradictoria es porque el desprecio de las imágenes y su producción industrial son, de hecho, dos caras de una misma biopolítica, capitalista y consumista, cuyo objetivo  es desenclavar, en todos los ámbitos, lo corporal de la compleja red de su íntimo trabajo de significación. Sexualidad, salud, psiquismo, mortalidad, quedan en manos de la ciencia y el resto, aquello que de lo que la ciencia no puede hacerse cargo, en manos de la diversión. Nótese que este último término – al igual que distracción o entretenimiento – supone la presencia conceptual de dos elementos: aquello que nos distrae – un libro, una película, un reel – y aquello de lo que queremos ser distraídos – el aburrimiento, las dificultades, la muerte.  A través del entretainment el sujeto que el capitalismo intenta producir queda incapacitado para conectar de manera autónoma sus diferentes y específicas dimensiones corporales y está, por ello, a su merced.

El espejismo del individualismo contemporáneo halla en esta operación su raíz. Para el sujeto, invitado por el capitalismo a consumir, a gozar sin límite, la experiencia vital parece ser personal y única. Efectivamente suyos son los placeres y los goces, porque es su propio cuerpo donde los experimenta. Pero al haber aceptado su in-significancia – “es sólo entretenimiento” - y con ello su desconexión de lo específico de su propia experiencia, estos placeres se vuelven industrialmente formateables e infinitamente repetibles. Es posible, incluso, inventar comercialmente nuevos goces, desconocidos para el individuo, pero que este, una vez que hayan penetrado en su esfera vital,  considerará como descubirmientos propios. Así, el individuo contemporáneo es a la vez  convencido de su unicidad y producido en serie. Es esta la clave del marketing y la publicidad[viii].

En tanto que nudo necesario de la significación corporal, las imágenes juegan un papel clave en todo ello. Tal y como percibió la Ilustración, la reducción del goce de la persona a la in-significancia pasa obligatoriamente por una rearticulación de la imagen y sus ámbitos. Por ejemplo, haciendo de ellas una producción abundantísima y efímera, se anula la profundidad temporal del sujeto, que ya no puede asirse a la duración de ninguna imagen de sí y del mundo.  Todo queda aplastado en la asfixiante actualidad del consumo. O bien, haciendo prevalecer el aspecto fetichista, se exterioriza radicalmente la imagen reduciéndola a objeto y arruinando así las complejas transiciones entre ella y la íntima percepción del cuerpo. Es, en suma, en la propia constitución de la imagen donde se juega la partida – y no en el contexto discursivo o alegórico.

Seguir despreciando las imágenes, ligarlas alegóricamente a los discursos del “bien” o ensalzarlas en tanto que diversión y entretenimiento insignificante, es una y misma cosa y no contribuye finalmente más que a seguir dando aliento a la biopolítica propia del capitalismo consumista. En cambio, empezar a considerar las imágenes en su compleja especificidad y, a partir  de ahí, operar con ellas, puede abrir nuevos horizontes. Trabajar a partir de la concreta constitución de las imágenes puede permitir desplegar por completo su sentido potencial. No se trata sólo de asumir el desborde de las imágenes respecto de cualquier prescripción alegórica, sino de registrar también su carga crítica en el ámbito de la reflexión: su desborde abre un boquete en la compacidad de los discursos, indicando zonas de lo indecible pero no de lo inimaginable. Hallamos aquí una idea de la autonomía de las imágenes que se situa fuera del debate clásico autonomía/heteronomía. Las imágenes, efectivamente, no quieren decir nada, sino que quieren mostrar su sentido. Su autonomía es en este caso su concreta articulación constitutiva, de cuerpo, mundo y tiempo, y es a partir de ella que se proyecta su específico rol biopolítico. En las antípodas de la trampa capitalista, tal concepción de las imágenes reabre el cuerpo al tiempo y al mundo y permite el comienzo de nuevas historias.

 

Publicado en El viejo topo, nº 430



[i] Karl Marx, Manifiesto Comunista, 1848

[ii] Denis Diderot, Jean Le Rond D’Alembert, Encyclopédie, 1765.

[iii] Vease, por ejemplo, Marsilio Ficino en Commentarium Marsilii Ficini in Convivium Platonis de amore, 1482. Para una lectura crítica de este texto, Stefano Benassi, Marsilio Ficino e il potere dell’immaginazione. 1997.

[iv] L.B. Alberti, De statua; in Horst Bredekamp, Teoría del acto icónico. 2017.

[v] Véase, por ejemplo, Craig Owens, The Allegorical Impulse: Toward a Theory of Postmodernism in October , 1980.

[vi] Véanse, por ejemplo, las “pinturas morales” de Jean Baptiste Greuze, de la década de 1760.

[vii] Véase, por ejmplo, Jdanov, A. A., Sur la litterature, la philosophie et la musique, 1950.

[viii] No deja de ser una significativa ironía que las primeras conceptualizaciones del marketing fueran obra de Edward Bernays, sobrino de Freud, que utilizó activamente el legado científico y cultural de su tío.