Varios son los factores por los que la izquierda ha progresivamente abandonado todo horizonte de transformación radical de la sociedad o, incluso, más modestamente, de verdadera redistribución de la riqueza. Por una parte, las ideas que, en su tradición política y cultural, sustentaban las hipótesis revolucionarias han demostrado con el tiempo su inoperancia: ni el capitalismo ha entrado, implosionando, en una crisis definitiva, ni ha aparecido ningún “sujeto histórico” que lo desafiara y derrotara. Al tratarse, además, de una tradición muy determinista, tales fallos han supuesto mucho más que una derrota táctica. Todo el edificio conceptual se ha derrumbado, privado de las razones que debiera de haberle insuflado una “historia ” que ahora parecía dirigirse hacia otros lidos.
Por otra parte, a partir de los años sesenta, la sociedad se ha ido reconfigurando: la clase obrera ha menguado, el sector terciario ha crecido exponencialmente y, con ello, también el conjunto de las personas con educación superior. El voto de izquierda ha dejado de ser, en consecuencia, mayoritariamente obrero y ha empezado a ser la expresión de las clases educadas urbanas. Las élites políticas de izquierda se han adaptado a este nuevo contexto – que es, además, de donde han ido proviniendo sus nuevos miembros.
De hecho, las clases educadas urbanas son las herederas de una parte importante de las anteriores clases medias. Donde antes había estudios de contabilidad o de peritaje, ahora hay carreras universitarias de empresariales o de ingeniería. Hasta los años sesenta del siglo pasado, la clase media identificaba estabilidad material y cierto tradicionalismo cultural. Un sentir que la llevaba a votar por los varios avatares de la democracia cristiana europea y también por los partidos socialdemócratas – sin que hubiera grandes diferencias en sus programas. Las tensiones propias de la Guerra Fría y la presencia de partidos comunistas importantes en países como Italia o Francia, atemperaban, en general, las políticas dictadas por los intereses del capital.
El cambio cultural que supuso el advenimiento de la sociedad de consumo y la consiguiente revolución antropológica, llevó las clases medias, ahora ilustradas, a identificarse con ideales más progresistas en cuanto a los derechos civiles – feminismo, derechos LGTBIQ+, antirracismo – que, sin embargo, eran entendidos como la coronación de aquel “sé tú mismo” autocentrado y sometido al mandato a gozar propio del consumo. El tradicional deseo de estabilidad económica y el miedo atávico a perder el estatus de “medianía” para acabar en los bajos de la escala social, no obstante, seguía allí. El fin de la Guerra Fría y la imposibilidad de reinventarse de los partidos comunistas, hicieron perder toda razón de renovar ese implícito pacto entre clases bajas y clases medias, propio de las políticas democristianas y socialdemócratas de la postguerra mundial. Los partidos comunistas desaparecieron y los partidos socialdemócratas abandonaron a las clases bajas aceptando y promoviendo una mengua generalizada del estado del bienestar. Obreros y trabajadores de rentas bajas acabaron así a la intemperie. En el momento actual, la izquierda política representa los intereses de una clase media cuya cultura ha cambiado pero cuyos objetivos materiales permanecen relativamente estables.
Las consecuencias de esta mutación político-cultural le habrían parecido absolutamente lógicas al viejo Hegel. Al quedar los ideales ilustrados como propios de una clase social – la clase media educada urbana -, que además los usa como signo de distinción, estos han perdido su universalidad y se han vuelto particulares. Son los ideales de una clase y ya no los ideales de la humanidad. Los adversarios políticos se han dado perfecta cuanta y ahora reivindican su propria particularidad político-cultural de derechas frente a la particularidad de la izquierda. Además, también de manera muy natural, las clases bajas que se han quedado social y culturalmente desamparadas ya no son aliados y no se sienten particularmente concernidos por el destino de las clases educadas urbanas.
Sólo una vuelta a la centralidad de la cuestión de la redistribución de la riqueza, supondría un claro signo de voluntad de alianza con las clases bajas, por parte de las clases educadas urbanas. Y sólo de esta manera, ciertas ideas de la tradición de la izquierda como la igualdad o el pacifismo, podrían volver a tener al menos un halo de universalidad y ser, por ello, mínimamente operativas. Pero ¿es eso posible?
En estos momentos las clases educadas urbanas están socialmente y políticamente ciegas. Al considerar sus propios ideales centrados en los derechos civiles como universales (aunque se hayan vuelto particulares) sólo pueden ver en quien los rechaza un monstruo de inhumanidad. ¿A qué otro estatus pueden aspirar posturas que aborrecen el feminismo o que son racistas? Sin embargo, “los otros”, las clases bajas, ven a la clase educada urbana como una clase que favorece la jibarización del welfare, mantiene firmemente sus privilegios y pretende, hipócritamente, que el camino del cambio social sea una cuestión de signos – como el lenguaje inclusivo – o de comportamientos personales “correctos”. En aras de un pacifismo interesado, además, se castiga toda expresión violenta de las necesidades y dificultades: enfrentarse a la policía en la calle se ha vuelto delito. Vistos desde la óptica de las clases bajas, los ideales progresistas son sólo un arma de control social.
Ahora bien, hasta aquí hemos indicado cuales son los intereses de clase educada urbana, de manera que la pregunta realista es: ¿qué utilidad puede tener para tal clase escuchar a los monstruos que viven en el terreno baldío de la dificultad y lo políticamente incorrecto? Yo diría: su propia supervivencia.
La derecha también ha sufrido una revolución antropológica – por las mismas razones de la izquierda. A la luz de su tradición cultural ello supone el abandono del ideal de sacrificio y sumisión a la norma social y, en cambio, la plena asunción del mandato a gozar. Como a menudo en la política contemporánea, es desde Italia de donde nos llegó, en los años ´90, la figura ejemplar de esa mutación: Silvio Berlusconi -quién ha tenido en Donald Trump un mucho más poderoso discípulo. Lo que desde entonces ha sucedido en Italia en el ámbito de la cultura y la política de la derecha – cuyo epítome es el actual gobierno de Giorgia Meloni – primera mujer en ser primera ministra de Italia –, se podría nombrar como neofeudalismo. El núcleo radicalmente individualista de la sociedad de consumo da lugar, en la política de la derecha, a una intolerancia hacia los poderes de toda institución pública. Quizá es en el ámbito del derecho donde esta tendencia se puede observar con más claridad. El gobierno de Giorgia Meloni, más moderno que el de Orban en Hungría o del PiS en Polonia, está trabajando sobre todo en deconstruir todas las cortapisas jurídicas a la apropiación privada – incluso delictiva - de los bienes públicos, limitando el poder de los jueces y de la prensa y eliminando figuras penales como el abuso de poder. Ha dado, además, algunos ejemplos personales de su concepción de lo público: el ministro Lollobrigida – yerno de Meloni – hizo parar un tren de alta velocidad en una estación no prevista porque le veía bien.
En un mundo neofeudal, donde las élites de la derecha se alían con las clases bajas, la clase educada urbana está destinada a la marginación. Quizá haya que volver a meditar sobre el poderoso cuadro de Eugène Delacroix, La Libertad guiando al pueblo, donde el pueblo arrastrado por la Libertad está constituido de manera visible por burgueses y sans-culottes. Pero ¿pueden las clases educadas urbanas ahora siquiera hablar con las clases bajas?
Pensar en sí mismo como una persona “buena” es un signo de insoportable narcisismo. Mucho antes de la revolución antropológica de la sociedad consumista, se consideraron a sí mismas como personas buenas los moralistas de todas las religiones y muchos gobernantes. El narcisismo actual, sin embargo, hunde sus raíces en el “mandato a gozar”, esa obligación al goce que es el núcleo de la cultura consumista. El goce sólo conoce “yo”: “tú” es siempre un elemento de limitación si no directamente una molestia a quitar del medio. La subjetividad producida por la sociedad de consumo es narcisista por definición.
En el origen etimológico de la palabra “monstruo” hallamos: monstrat futurum, monet voluntatem deorum – muestra el futuro y advierte de la voluntad de los dioses. La “voluntad de los dioses”, para nosotros mortales del siglo XXI, es aquella fuerza que actúa más allá de las personas. Así es como el actual “monstruo” fascista, racista, machista, conservador, monet voluntatem deorum a los progresistas: les habla de su propia subjetividad. Los signos de esa fundamental fraternidad original entre conservadores y progresistas abundan, para quien mire sin anteojeras: la cancel culture, por ejemplo. Unos y otros, como buenos narcisistas, literalmente “no quieren oír hablar” al otro respectivo. Si pudieran lo cancelarían del todo: lo matarían. Freud tiene pasajes luminosos al respecto en el Malestar de la cultura.
No cabe justicia ni social, ni de ningún tipo, si el Otro no se considera persona - y por lo tanto portador de los mismos derechos que yo. En este sentido, el reconocimiento de la fundamental homogeneidad actual de la subjetividad, más allá de las opciones políticas, del origen común del narcisismo de la clase educada urbana y de las clases bajas, permite anudar un diálogo que sólo redunda en beneficio de unos y otros. Puede preservar a la clase educada urbana de la extinción y hacerla incluso portadora real de esos ideales universales de igualdad y libertad, que ahora, son sólo sus instrumentos de dominación. Puede ayudar a que las clases bajas adquieran instrumentos adecuados para liberarse de la sumisión al neofeudalismo – y de sus tentaciones. Algo que sólo puede suceder a pacto de que los “ilustrados” no hablen en lugar de las clases bajas, ni que a estas se les exija que se “alfabeticen” como les exigió la Ilustración - poniendo en marcha ese perverso mecanismo, propio de toda la modernidad, por el que las clases bajas sólo podían liberarse aboliéndose a sí mismas en el prefabricado paraíso ilustrado.
Reconocer el parentesco narcisista con el Otro, impediría también la otra pirueta del pensamiento ilustrado que consiste en cambiar el signo delante de la otredad y considerar que el Otro es “santo”: no tiene historia, ni su sociedad está atravesada por tensiones políticas - ni puede siquiera hablar con los “ilustrados” sin traicionarse. Es el “buen salvaje”, conectado holísticamente con la madre Tierra, libre de toda colonización. Está, en suma, tan monstruosamente separado de los ilustrados como su versión supuestamente malvada.
El Otro no es tan otro, hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère. El abandono de toda superioridad moral puede tener en esta constatación su razón y puede permitir que la izquierda posponga su interés de clase incluso, dialécticamente, por su propio interés de clase.
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