domingo, 4 de diciembre de 2022

POLÍTICA DE LOS REPLICANTES

 Noviembre de 2019: Los Ángeles está cubierta por eterno smog y nada queda de una vida propiamente política. En Blade Runner (Ridley Scott, 1982), la corporación Tyrell, de alcance transplanetario, pide ayuda, cuando la necesita, a un cuerpo policial cuyo responsable último es tan opaco como la niebla ubicua. Corporaciones y policía: una díada común en las distopías cinematográficas y literarias actuales  que refleja un rasgo sobresaliente de lo unheimlich y lo desasosegante de ahora.

Si bien el estado sigue presente en muchos de esos futuros imaginados, la desaparición de toda dimensión política es una característica particular que aparece muy tempranamente en la ciencia ficción contemporánea.  Metrópolis (Fritz Lang, 1927), por ejemplo, es una ciudad-estado y Joh Fredersen, el padre del protagonista, es su presidente-director. La dimensión política y la corporativa están aquí fundidas. En tales tramas resuena la intuición de que el estado – y con él la vida política que conocemos – tiende a desaparecer ante el empuje y el poder de las corporaciones. Tanto en Metrópolis como en Blade Runner, además, el poder de las corporaciones se encarna en la “gran ciudad”: es específicamente el estado-nación lo que ha desaparecido. Los Ángeles, en 2019, estará caracterizada, a parte de por el smog, por un cosmopolitismo medular, con predominio asiático.

Si los detalles físicos de los mundos imaginados por Friz Lang y por Ridley Scott no coinciden en general con los que en realidad han tomado cuerpo, la tendencia a la evaporación del estado – y en concreto del estado-nación – sí que parece ir consolidándose: día tras día nuestros políticos afirman que poco o nada pueden hacer sin la aquiescencia de los mercados transnacionales - quienes deciden ahora todos los aspectos de nuestras vidas. Pese a ello, nos aseguran que seguir votando es bueno y necesario. Se genera así una disonancia cognitiva que produce naturalmente pesadillas habitadas por organizaciones empresariales monstruosas con poder de vida y muerte sobre los ciudadanos. El incremento de los superpoderes de las corporaciones reales de mayor tamaño y su capacidad para desbordar ampliamente las competencias estatales, han ido generando efectos en todos los órdenes de la vida civil y política. Innumerables autores han dado cuenta de ello: desde el siempre perspicaz Pasolini que, en los años 70, habló a este propósito de una “revolución antropológica”, hasta Frederic Jameson que, años más tarde, afirmó que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.

Es justamente esta “revolución antropológica”, - o biopolítica, si queremos usar el preciso término foucaultiano -,  la que toma cuerpo en Blade Runner: el capitalismo global  no sólo es capaz de desintegrar el estado-nación, sino que además, literalmente, fabrica los ciudadanos, programándolos para sus propios fines.  La película de Ridley Scott marca la definitiva aclimatación en las películas de ciencia ficción de los androides (los replicantes, en el film). Las anteriores apariciones de tales seres artificiales, como en Metropolis, eran esporádicas y singulares, no siendo todavía, en la ficción, objeto de producción industrial. En la sociedad de consumo que  alcanza su madurez en la década de los 80, los replicantes representan a la perfección la imagen de una subjetividad completamente producida por el capitalismo a través de la tecnología, de la comunicación de masas y del marketing.

Hay, además, otro rasgo que distingue a los replicantes de sus ancestros: tienen consciencia de sí mismos - saben que han sido fabricados y saben incluso a qué tarea habían sido destinados. Es esta una diferencia fundamental respecto de los robots, que, en cambio, pueden enloquecer por defectos sobrevenidos de programación, pero no tienen consciencia de su propia historia y existencia – véase, por ejemplo, R2D2 y C3PO en La Guerra de las Galaxias. Es interesante apuntar que la palabra robot, usada en el sentido actual por primera vez en 1920 por el escritor checo Karel Capek, es un término que nace de la raíz eslava “rabot” y que significa trabajo y trabajo forzoso, y se encuentra, por ejemplo, en el término ruso “rab”, esclavo y “rabochiy”, trabajador, obrero. Podríamos decir que la cultura popular, en los años 80, adopta a los androides como cifra del nuevo orden social y biopolítico que estaba realmente tomando cuerpo, en el que los obreros (la clase obrera) tiende a desaparecer, mientras que se va conformando un nuevo tipo de persona consciente, no ya de ser un trabajador de una fábrica, sino de haber sido él mismo fabricado.

Se pueden reconocer, en lo escrito más arriba, algunos de los rasgos de lo que, en el ámbito académico y generalmente cultural, se llamó posmodernismo y que registró, en esos mismos años, el cambio de paradigma del que estamos tratando. En algunos casos, además, la conexión con las nuevas mitologías de la ciencia-ficción fuero explícitas, como en el Manifiesto Ciborg de Donna Haraway (1984).  Pero, si en Blade Runner el trasfondo de la problemática existencial de los replicantes es – proféticamente, como veremos – trágico, en el ámbito académico prevaleció el optimismo deconstructivo, que renunciando a todo pensamiento totalizante, se entregó gozosamente a reescrituras, juegos de lenguaje y afinidades maquínicas. Así, para poder acceder a una autofabricación creativa e ilimitada había que alejarse de Freud y sus Edipos, y de Marx y sus historias y, al ser posible, de toda deuda con un origen. Quizá este clima optimista posmoderno, propio de cierta academia y de la clase educada urbana     y que en buena medida llega hasta nuestros días - se deba a la intuición de estar poniendo sobre la mesa los instrumentos del poder de una nueva élite. La capacidad de deconstrucción/recreación del “discurso” es, en este sentido, un saber que se torna en marca de exclusividad.

Algo de todo ello está implícito en la figura del replicante.  Para él, consciente de que su producción es un proyecto industrial, el origen no es un misterio: es conocido y actual - no remite a un pasado. Además, sólo quién sabe que ha sido fabricado ex novo, puede pensar que el ideal de la plenitud vital es la autofabricación. Los viejos humanos, por ejemplo, tenían, cuanto menos, una intuición de que en su propia producción también intervenían factores extrahumanos – eran mamíferos vivíparos – e incluso azarosos – la selección natural. Se trataba de elementos que suponían un límite misterioso a todo proyecto no sólo de autoconstrucción, sino incluso de autoconsciencia. En razón de su artificialidad, los androides pueden, en cambio, expresar deseos y exigencias en forma de listado unívoco: quiero tener nuevas capacidades – visión nocturna, largas apneas; quiero tener nuevas habilidades, - entender de pronto un idioma desconocido o manejar un vehículo marciano;  quiero mutar la forma de mi cuerpo - cambiar de sexo a mi antojo.

De la fundamental afinidad de los proyectos de deconstrucción y autoconstrucción posmoderna con el propio proyecto capitalista somos conscientes desde hace tiempo. De hecho, en muchos de los textos fundadores de la posmodernidad, como La condición posmoderna, (F. Lyotard, 1979) se daba por sentado. En los años 90, Boltanski y Chiappello la describieron con precisión en su libro El nuevo espíritu del capitalismo (1999) y el filósofo Paul B. Preciado nos ha dado un ejemplo reciente (2020), recitando uno de sus textos en una publicidad de la marca de moda Gucci. En Blade Runner no se trata ni siquiera de una afinidad sino cabalmente de una identidad: son las corporaciones las que han producido los androides. No hay nada más allá de ellas. Es por esta razón, también, que el mundo de los replicantes es autoritario por definición. Los replicantes tienen autor, es decir alguien que los ha proyectado y la empresa que los ha construido. No pueden concebir un mundo de intereses diversos que necesite continuas mediaciones: la sociedad está dada y es la sociedad capitalista corporativa que les ha producido. El poder por lo tanto no se estructura como un sistema de acuerdos, conflictos y contrapesos, como en las democracias modernas (liberales), sino a la manera jerárquica y funcional de la industria. Como corolario, ante ese poder, sólo caben exigencias  y no deberes, puesto que la ganancia de la corporación se da por descontada - y es la razón de la propia construcción.

Sin embargo, Blade Runner plantea, de manera directa y brutal, una cuestión que trastoca todo el orden androide y la biopolítica corporativa que le atañe. Roy Batty y su grupo de replicantes no han vuelto a la tierra por deseo de ganancias o de prestigio. Han vuelto porque no quieren morir. Quieren encontrar a su creador, Eldon Tyrrel, y exigirle que aplace la fecha de su obsolescencia.

Escamotear la muerte del individuo es el quid de toda la biopolítica moderna y posmoderna – ejemplarmente resumido en la conocida máxima de Foucault, quien caracterizaba el paso del Ancien Régime al biopoder moderno como el paso del "hacer morir y dejar vivir" al "hacer vivir y dejar morir". Así, la figura del replicante condensa en sí misma la angustia insoslayable del individuo contemporáneo ante el encuentro con aquello que el capitalismo corporativo no puede arreglar ni curar: la muerte.

Un encuentro que el ámbito académico y cultural ha obviado, en general,  por completo. Donna Haraway por ejemplo, asegura que su Manifiesto es un “esfuerzo… de imaginar un mundo sin géneros, sin génesis y, quizás, sin fin.” (la cursiva es de quien escribe).  Más recientemente – y esto nos demuestra, además, hasta qué punto estamos habitados todavía por los paradigmas posmodernos -, el poshumanismo y el acerleracionismo, también intentan disolver el nudo trágico de la angustia de la desaparición individual en la esperanza de un desarrollo tecnológico inimaginable o en la confianza en las potencialidades del propio capitalismo.

En nuestros días, en los que tantos signos sugieren que la posmodernidad ha llegado a su última playa  – aunque en una última pirueta deconstructiva intente a menudo cambiar de nombre -,  su cifra parece revelarse en la escena de la partida de ajedrez que juega el caballero Antonius Blok  con la Muerte, en El Séptimo Sello (1957) de Ingmar Bergman. El caballero, consciente de que está perdiendo la partida – y con ello su vida-, en un astuto gesto deconstructivo tira el tablero, afirmando luego que no se acuerda del orden de las piezas. Según sus propósitos la partida podría volver a empezar – se podría incluso olvidar el origen de la partida o cambiar sus reglas. Pero la Muerte le responde: “Yo sí me acuerdo” y vuelve a poner las piezas exactamente en la misma disposición en la que estaban.

Si decíamos antes que el núcleo trágico de Blade Runner fue profético, es porque al comienzo de la posmodernidad, Ridley Scott nombra sin rodeos su límite y afirma la imposibilidad de toda política - y de toda biopolítica no capitalista. Roy Batty sólo puede matar a su creador, sin haber conseguido nada – sólo unas buenas palabras: “Eres el mejor de todos los replicantes. Estamos orgullosos de ti.” – y después morir. Quizá seguir preguntando por la muerte – aunque hayamos visto los rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhauser - pueda ser el último gesto rebelde, a la vez político y biopolítico, que nos queda.

 

Pubicado en EL VIEJO TOPO Nº 418

viernes, 11 de febrero de 2022

NEW TERRITORIES, NEW POLICIES

 

"I used to write", in this way begins the melancholic lyrics of a song by the Arcade Fire, whose refrain then states: "Now our lives are changing fast". On the web, this song - "We used to wait" - is associated with an interactive video clip by Cris Milk, entitled "The wilderness downtown". In it, we are invited to indicate the place where we grew up, only to see it integrated into the video clip itself through a series of manipulations of internet data. The street where we played as children ends up being shown as part of the route of the young hooded jogger who stars in the video clip. It is hard to find a more accurate example of how our relationship to territory - and territory itself - is being transformed. To begin, the images of "our" places used in the video clip are those of Google Maps: the generic past of the song - "when we were writing" - and our own past, are summarised in the present: the images of Google Maps are current. The memory of the territory and of our experience are reduced to a generic evocation shared by all the users of the network. But, even more interesting is the invitation to identify the "wild city centre" of the song with the landscape of our childhood generates a radical doubt: were all the places of all childhoods "wild neighbourhoods"? The same neighbourhood? For example, I grew up in a village which in no way could resemble a "wild neighbourhood" - although, as it quickly lost its agricultural characteristics to mutate into something similar to urban, like so many other places in Europe, perhaps that will be its future. The video clip illustrates perfectly how the multiplication of modes of representation of territory, both in terms of our personal experience (photography, video) and in terms of maps and media, has, in fact, two apparently contradictory consequences. On the one hand, the possibility of an unprecedented expansion: an enormous quantity of images reproduces every corner of the territory. There is no street, square or building that is not represented on Google Maps, Instagram, Pinterest and so many other image archives - apart from our own domestic archives. But, on the other hand, these images all tend to look alike: selfies, sunsets, cityscapes are genres with well-defined forms.

The light, the framing, the point from which it is taken, everything is common, even if we have taken the photograph or video ourselves - the most common thing is to repeat the form that we have found most beautiful or most appropriate and that we have seen before on the networks. This "formatting" has consequences not only for the image itself, but also for our own experience and memory. Part of these personal dimensions is always common to the other members of the groups we join: we repeat learned gestures, we follow paths designed by others, we speak languages that we did not invent ourselves. What is new is that the mental images that make up our memory are becoming indistinguishable from the generic images conveyed by the media. Remembering the places we go to increasingly depends on the images of those places that are already in circulation. Our experience of the world, of the territory and of ourselves is therefore being redrawn in a very particular way, based on common mental images disseminated by the media. This mutation implies a reversal of the sequence territory-experience-representation, which has characterised our relationship with the territory. Before, we visited a place and we represented it in order to remember it. Now we


arrive at a place with a representation already constructed and we try to find it in situ. This new form of experience is so well established and powerful that the physical territory is beginning to adapt to the representations. Our cities, for example, are reconfigured according to a logic of the tourist and consumerist image. The same brands display similar shop windows in similar pedestrian streets, in historic centres refurbished in similar ways all over Europe; shopping centres create similar environments all over the world; beaches and mountains are urbanised according to the same visual logics on all continents. The loop between the representation of a territory and its suitability for representation has never been so powerful.

Benedict Anderson, in his classic "Imagined Communities", reminded us of the fundamental role that the printing press played in the creation of "nations" at the beginning of the 19th century: "...like readers, linked through the printing press, formed the embryo of the nationally imagined community". "I used to write" sing the Arcade Fire, "Now our lives are changing fast"... In the world of consumer and mass media geography - and with it, naturally, political geography - has undergone a radical transformation. It is no longer writing that defines how a community thinks of itself, but audiovisual images. The United States has been the pioneer in this transformation, linking from the beginning of the 20th century its own identity to cinema - and later to television - much more than to the written press. Griffith, a key figure in the articulation of modern cinema, presciently entitled one of his most important films "The Birth of a Nation". The United States has explored its own society and history through images, in a conscientious way, representing itself in a complex and articulate manner. Consider how its inner cities - the "wilderness downton" of the song - are an essential element of American iconography. In this way, the deep class conflicts that run through American society are inscribed in the country's own imaginary - without, of course, signifying their solution.

Audiovisual images have a much greater potential for communicability than printed language. By directly using the real thing in front of the camera to generate meaning, they do not need a long apprenticeship, as do languages we do not know. Nor do they need translation. They are directly legible and their montage is also easily decipherable. This potential universality of the recorded image - which silent cinema enjoyed to the full - has however a paradoxical effect, of which we are now beginning to be aware. Universality detaches images from the reality that produced them and allows them to travel autonomously. The American case is, once again, exemplary. In his book "Mainstream - An essay on the culture that everyone likes", the French sociologist Frédéric Martel carries out an exhaustive analysis of where and how "mainstream" culture is produced today and demonstrates that the diffusion of American culture is no longer the work of Americans alone. The blockbusters produced by Sony, with Japanese capital, are by no means less American than the rest of Hollywood production. On the other hand, such American films as the recent "Comancherie" or "La La Land" have been directed by European directors. It can be argued that the images that made up the typically American imaginary have detached themselves from their territory and now circulate as a common imaginary - as a kind of "lingua franca" of the imaginary - all over the globe. This is not only an Americanization of the world but also a globalization of American culture.

These radical transformations of territories, of their perception and of how societies imagine themselves, imply political changes of the first order. What is commonly called "politics" has tried to adapt to this new context, oscillating between two opposing poles. On the one hand, it has tried to harness the universal audiovisual "language" to sustain discourses and institutions.


However, since this "language" does not refer to any specific territory, not to any specific community, it produces an irremediable effect of lack of definition that profoundly undermines political action. The sense of genericity and interchangeability conveyed by current political discourses, both with regard to the territory and community to which they refer, and with regard to the initiatives they wish to undertake, bear witness to this. On the other hand, as a reaction to this constitutive indefinition, a longing for the past appears, often condensed around a nostalgia for the nation defined by the borders of language, understood, in turn, as political borders. But this longing runs up against the reverse problem: the written language is no longer the majority "language" in any country - it is now the audiovisual language and is common to all of them. Territories are redrawn under a universal personal and social imagination and, moreover, they adapt physically to this imagination. Thus, a paradoxical situation arises in which the written language, which in the nationalist tradition defines a territory, wants to be conveyed through the audiovisual "language", which is, on the other hand, fundamentally deterritorialized.

In both cases, there is an attempt to use the audiovisual "language" that does not really take into account the radical mutation that has taken place, nor its potentialities. As in any transformation, we have the feeling that the old is natural and the new artificial. However, the old was itself artificial when it was articulated: the mutation reveals its constructed character. Since territories and our experience of them are now produced by audiovisual "language" - and are no longer a stable and ancient plinth of experience and politics - we can ask ourselves a new question: what territory do we want to produce? What mental images do we want to articulate the imaginary of the territory and the territory itself? These are the questions of the new politics. I risk a hypothesis. The possibility of this new politics depends on the possibility of creating a local inflection in the universal audiovisual language. An inflexion that would mean a landing point of the common mental images in a place. The effort to create a local inflection means being aware that we are not preserving a territory, but rather we are producing it. A territory that is not born out of nothing, but a new territory that integrates its history prior to the mass media and its history as a territory defined by the mass media - with its load of media universality deposited in the details of the landscape. The awareness that we are producing a territory should also be a definitive incentive to keep the possibility of this creation always open. The universal audiovisual language already has its academy - a good part of what is taught in film and television schools, for example. Like any academy, the attempt is to limit the possibilities of opening up to the new. The new policy will essentially consist of keeping together the histories of the territory produced, the possibility of continuing to produce it, and knowing how to communicate and integrate all of this into the world.

martes, 1 de febrero de 2022

LOS NUEVOS UNIVERSALES

En el paso de los años setenta a los ochenta del siglo pasado, varios pensadores de relieve anunciaron un cambio de época. Interpretando transformaciones que se habían estado gestando desde antes pero que cobraban particular evidencia en esos momentos, Jean-François Lyotard, en un libro crucial, consideró que nos hallábamos ante “el fin los grandes relatos” de la modernidad y, con cierto optimismo, indicó que justicia y creatividad encontrarían ahora nuevos horizontes. En el mismo período, por citar sólo otros dos ejemplos de una vastísima producción intelectual que abordaba estas cuestiones, Gianni Vattimo afirmó que se abría una época de tolerancia y pluralismo, y Jacques Derrida indicó que la deconstrucción de las metanarraciones modernas nos liberaría finalmente de un limitante logocentrismo. Racionalidad y emancipación habían sido, en los análisis de estos filósofos, los discursos legitimadores de la sociedad moderna, tanto en su dimensión política como cultural. En la época de la postmodernidad que se estaba inaugurando entonces, una vital heterogeneidad, una celebración de las diferencias en la que cada grupo o incluso persona tenía la posibilidad y el derecho de producir su propio relato, iba a substituir a la anterior asfixiante homogeneidad. 

 Optimistas expectativas que estaban también fundamentadas, de manera explícita en algunos textos, por el desarrollo tecnológico, en particular informático, presa, en esos años, de una formidable aceleración. En la década siguiente, la aparición y el rapidísimo despliegue del World Wide Web pareció confirmar y dar consistencia a los ideales postmodernos, originando un todavía más acendrado optimismo tecno-científico, que permitía presagiar en el campo político una democracia finalmente participativa y, en el campo del saber, el crecimiento de una inteligencia colectiva, en la que las diferencias, culturales o sexuales, hallarían expresión y acomodo no jerárquico. Desde entonces, la postmoderna “celebración de las diferencias” no ha dejado de extenderse en la cultura y la política hasta llegar a ser, actualmente, un rasgo hegemónico global, fácilmente reconocible en la concepción de historias y personajes de las últimas películas de Marvel o en los anuncios de Coca Cola y de Gucci. Con ello, parecen ahora menguar las razones para todo optimismo edénico. Si la celebración de las diferencias inerva blockbusters y anuncios, es, apodícticamente, porque promueve la cultura capitalista del consumo. 

El desarrollo de las tecnologías de la información más arriba evocado, no sólo permitió imaginar una democracia perfecta y una nueva inteligencia colectiva: gracias a ellas, los productos de consumo empezaron a llegar con mucha mayor rapidez a los clientes y pudieron ser enormemente diversificados hasta apuntar, en la actualidad, no sólo a los nichos de mercado sino, de manera mucho más precisa, a los consumidores individuales. En los años 70, por ejemplo, el fabricante de ropa italiano Benetton, empezó a cambiar las estrategias de producción para que sus tiendas, utilizando las tecnologías de la información, pudieran variar sus productos conformándose al gusto cambiante de la clientela casi en tiempo real. No parece casualidad que la misma empresa haya sido también una de las primeras marcas en celebrar las diferencias en sus anuncios: bajo el eslogan “United Colors of Benetton” se mostraban no sólo personas de diferentes colores de piel, sino además actitudes que aludían a diferentes orientaciones sexuales. La celebración de las diferencias era (y es) una estrategia de marketing que permite aguijonear de manera cada vez más precisa los deseos de personas con diferentes backgrounds y expectativas, con el fin del convencerlas al consumo. 

Cabe preguntarnos si estas sinergias entre la celebración de la diferencias y la mercadotecnia esconden profundas afinidades o si se trata sólo de coincidencias y apropiaciones. En los años 90, el filósofo esloveno Slavoj Zizek, retomando a la vez a Marx y a Freud – y a Lacan -, publicó algunos textos en los que evidenciaba como la cultura del consumo está regida por “el mandato a gozar”. Si el imperativo de la sociedad moderna era “trabaja”, al que acompañaba un sentimiento de culpa por no haber trabajado lo suficiente, el de la sociedad postmoderna es “goza”, acompañado de la depresión por la imposibilidad de cumplir el mandato – y, eventualmente, por el odio hacia el prójimo quien parece, él sí, gozar sin límite. “¡Trabaja!” suponía, además, una inscripción de la persona en una organización orientada a ese fin – una fábrica o un bufete; “¡goza!” remite, en cambio, a una dimensión estrictamente individual – encarnada en los espacios de los centros comerciales, aparentemente abiertos a una azarosa deambulación. A la homogeneidad de la organización del trabajo – y a sus relatos - se opone la heterogeneidad del goce individual. La celebración de las diferencias se puede considerar, en este sentido, un corolario del mandato a gozar que adquiere su máxima eficacia justamente cuando interpela la particularidad del individuo, su diferencia

Ya hemos sugerido, más arriba, hasta que punto el desarrollo tecnológico ha sido crucial en las mutaciones descritas y cómo los pensadores de la postmodernidad advirtieron ese rasgo. En “La condición postmoderna” Jean-François Lyotard explicita con claridad el papel de la tecnología en el fin de los grandes relatos. “Es razonable pensar que la multiplicación de las máquinas de información afecta y afectará a la circulación de los conocimientos tanto como lo ha hecho el desarrollo de los medios de circulación de hombres primero (transporte), de sonidos e imágenes después (media)”. La tecnología es vista en este texto como un medio cuyos desarrollos obligan a una transformación de los contenidos. Sin embargo, en su clásico ensayo “La pregunta por la técnica”, Heidegger argumenta que lo propio de la esencia de la técnica, no son los procedimientos, ni las máquinas y ni siquiera los conocimientos para construirlas, sino el disponer el mundo como “fondo”. Un stock, como diríamos en lenguaje más coloquial, al que se requiere una continua y total disponibilidad para ser utilizado. También el mandato a gozar supone una disposición de toda cosa o ser, incluso persona, como “fondo”, como stock para ser gozado - y consumido; etimológicamente: reducido a nada. El propio individuo es, en este sentido, a la vez sujeto de su propio goce y objeto del goce de otro – una situación que Sade ilustró genialmente en el panfleto “Franceses todavía un esfuerzo más para ser republicanos”. Así, desde este punto de vista, tanto la técnica y como el mandato a gozar cosifican el mundo, lo disponen como “fondo” disponible para ser utilizado. Podríamos considerar que el ejercicio consumista del goce es una técnica y que la técnica es, esencialmente, ejercicio del goce. No es tan paradójico como podría parecer a primera vista. Freud ya advirtió la fundamental ambigüedad del deseo, cuya aspiración es la quietud que sucede al goce, a su realización. Por ello relacionó el deseo con eros que nos empuja a la búsqueda de la satisfacción, pero también con thanatos, la muerte, que es el fin de toda búsqueda. El individuo consumista, presa del mandato a gozar, se entrega plenamente a esta ambivalencia letal: la disponibilidad que exige al mundo para poder ser objeto de su propio goce, acaba por incluirle, él también finalmente inerte, satisfecho y plenamente feliz, por la extinción de su propio deseo. Idéntico destino hallamos en las utopías tecnológicas, que han dado repetidamente cuenta de esa pulsión de muerte que las habita y que revela su fundamental parentesco con el mandato a gozar. A veces con temor y muchas otras veces con regocijo, han descrito la desaparición de la humanidad y su transformación en una máquina - como lo imaginaron los futuristas al principio del siglo XX - o en un algoritmo como postula cierto transhumanismo, incluso científico, al comienzo del siglo XXI. 

Cabe preguntarnos si podemos considerar el “relato” del goce y el “relato” de la técnica como dos grandes relatos en el sentido propuesto por la crítica postmoderna a partir, esencialmente, de Lyotard. Antes que nada, hay que señalar que el propio discurso de Lyotard fue criticado, por Jürgen Habermas entre otros, porque se podía considerar a su vez como un metarrelato omniabarcador. Una observación que bien podría extenderse a muchas de las grandes obras filosóficas que fundan la postmodernidad, como, por ejemplo, el esencial “Mil Mesetas” de Gilles Deleuze y Felix Guattari, que por su difusión y su rol legitimador en infinitos contextos, es comparable, en el período moderno, a la “Fenomenología del Espíritu” de F. W. Hegel – y constituiría, por lo tanto la prueba de un “gran relato” postmoderno. Por otra parte, un “gran relato” es una categoría crítica interpretativa de un conjunto heterogéneo de textos; no es un texto concreto, canónico o sagrado, como podrían ser la Biblia o el Corán. En este sentido, no cabe duda de que técnica y consumo (mandato a gozar) pueden constituir dos grandes relatos - en el sentido que Lyotard otorga a esta expresión -, tanto por la enorme dispersión de sus argumentaciones como por sus efectos reales en todo el tejido social. Ambos relatos, en otro rasgo propio de los grandes relatos, intentan erigirse en universales. En el caso del mandato a gozar y de la celebración de las diferencias, nos lo muestra la severidad con la que se juzgan los comportamientos que se apartan de él en culturas no consumistas, si se considera, por ejemplo, que atentan a la libertad sexual de la persona. En la época de la modernidad esa severidad era reservada a los comportamientos “irracionales” o “sumisos” de los pueblos “no desarrollados”. 

Finalmente, el hecho que se trate de grandes relatos queda demostrado porque producen derecho. El primer artículo de la constitución italiana aprobada en 1948 reza, de manera clásicamente moderna: “Italia es una república democrática fundada sobre el trabajo”. En la constitución española, aprobada treinta años después, la palabra “trabajo” no aparece ni en el preámbulo ni en los primeros artículos, donde sí se expresa, en cambio, la voluntad postmoderna de “promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida”. En los treinta años que median entre ambas constituciones, muda el imperativo y el derecho al trabajo se ha transformado en el derecho al goce. 

Podemos considerar, por lo tanto, que la idea del fin de los “grandes relatos” es, en realidad, un corolario – cuando no, actualmente, una propaganda interesada - de la afirmación global de los nuevos “grandes relatos” tecnológico-consumistas. Unos grandes relatos postmodernos cuyos núcleos están tan entrelazados como lo estuvieron racionalidad y emancipación en la época moderna y que también se postulan como universales. Desde este punto de vista, toda insistencia en la crítica a los grandes relatos de la modernidad es pura ideología (“Externalización del resultado de una necesidad interna” como la define Zizek, actualizando a Marx). No se trata, sin embargo, de abandonar la reflexión sobre los elementos culturales y políticos del período moderno. Al contrario, su crítica supuso un eslabón fundamental en la posibilidad de trazar una historia cultural y política del mundo. Sin embargo, es ahora urgente que completemos esas reflexiones con la crítica de los “grandes relatos” de la postmodernidad. La posibilidad de imaginar un afuera, de pensar un límite cuya transgresión nos devuelva una perspectiva creativa de nuestra vida y nuestra sociedad, nos va en ello.