martes, 1 de febrero de 2022

LOS NUEVOS UNIVERSALES

En el paso de los años setenta a los ochenta del siglo pasado, varios pensadores de relieve anunciaron un cambio de época. Interpretando transformaciones que se habían estado gestando desde antes pero que cobraban particular evidencia en esos momentos, Jean-François Lyotard, en un libro crucial, consideró que nos hallábamos ante “el fin los grandes relatos” de la modernidad y, con cierto optimismo, indicó que justicia y creatividad encontrarían ahora nuevos horizontes. En el mismo período, por citar sólo otros dos ejemplos de una vastísima producción intelectual que abordaba estas cuestiones, Gianni Vattimo afirmó que se abría una época de tolerancia y pluralismo, y Jacques Derrida indicó que la deconstrucción de las metanarraciones modernas nos liberaría finalmente de un limitante logocentrismo. Racionalidad y emancipación habían sido, en los análisis de estos filósofos, los discursos legitimadores de la sociedad moderna, tanto en su dimensión política como cultural. En la época de la postmodernidad que se estaba inaugurando entonces, una vital heterogeneidad, una celebración de las diferencias en la que cada grupo o incluso persona tenía la posibilidad y el derecho de producir su propio relato, iba a substituir a la anterior asfixiante homogeneidad. 

 Optimistas expectativas que estaban también fundamentadas, de manera explícita en algunos textos, por el desarrollo tecnológico, en particular informático, presa, en esos años, de una formidable aceleración. En la década siguiente, la aparición y el rapidísimo despliegue del World Wide Web pareció confirmar y dar consistencia a los ideales postmodernos, originando un todavía más acendrado optimismo tecno-científico, que permitía presagiar en el campo político una democracia finalmente participativa y, en el campo del saber, el crecimiento de una inteligencia colectiva, en la que las diferencias, culturales o sexuales, hallarían expresión y acomodo no jerárquico. Desde entonces, la postmoderna “celebración de las diferencias” no ha dejado de extenderse en la cultura y la política hasta llegar a ser, actualmente, un rasgo hegemónico global, fácilmente reconocible en la concepción de historias y personajes de las últimas películas de Marvel o en los anuncios de Coca Cola y de Gucci. Con ello, parecen ahora menguar las razones para todo optimismo edénico. Si la celebración de las diferencias inerva blockbusters y anuncios, es, apodícticamente, porque promueve la cultura capitalista del consumo. 

El desarrollo de las tecnologías de la información más arriba evocado, no sólo permitió imaginar una democracia perfecta y una nueva inteligencia colectiva: gracias a ellas, los productos de consumo empezaron a llegar con mucha mayor rapidez a los clientes y pudieron ser enormemente diversificados hasta apuntar, en la actualidad, no sólo a los nichos de mercado sino, de manera mucho más precisa, a los consumidores individuales. En los años 70, por ejemplo, el fabricante de ropa italiano Benetton, empezó a cambiar las estrategias de producción para que sus tiendas, utilizando las tecnologías de la información, pudieran variar sus productos conformándose al gusto cambiante de la clientela casi en tiempo real. No parece casualidad que la misma empresa haya sido también una de las primeras marcas en celebrar las diferencias en sus anuncios: bajo el eslogan “United Colors of Benetton” se mostraban no sólo personas de diferentes colores de piel, sino además actitudes que aludían a diferentes orientaciones sexuales. La celebración de las diferencias era (y es) una estrategia de marketing que permite aguijonear de manera cada vez más precisa los deseos de personas con diferentes backgrounds y expectativas, con el fin del convencerlas al consumo. 

Cabe preguntarnos si estas sinergias entre la celebración de la diferencias y la mercadotecnia esconden profundas afinidades o si se trata sólo de coincidencias y apropiaciones. En los años 90, el filósofo esloveno Slavoj Zizek, retomando a la vez a Marx y a Freud – y a Lacan -, publicó algunos textos en los que evidenciaba como la cultura del consumo está regida por “el mandato a gozar”. Si el imperativo de la sociedad moderna era “trabaja”, al que acompañaba un sentimiento de culpa por no haber trabajado lo suficiente, el de la sociedad postmoderna es “goza”, acompañado de la depresión por la imposibilidad de cumplir el mandato – y, eventualmente, por el odio hacia el prójimo quien parece, él sí, gozar sin límite. “¡Trabaja!” suponía, además, una inscripción de la persona en una organización orientada a ese fin – una fábrica o un bufete; “¡goza!” remite, en cambio, a una dimensión estrictamente individual – encarnada en los espacios de los centros comerciales, aparentemente abiertos a una azarosa deambulación. A la homogeneidad de la organización del trabajo – y a sus relatos - se opone la heterogeneidad del goce individual. La celebración de las diferencias se puede considerar, en este sentido, un corolario del mandato a gozar que adquiere su máxima eficacia justamente cuando interpela la particularidad del individuo, su diferencia

Ya hemos sugerido, más arriba, hasta que punto el desarrollo tecnológico ha sido crucial en las mutaciones descritas y cómo los pensadores de la postmodernidad advirtieron ese rasgo. En “La condición postmoderna” Jean-François Lyotard explicita con claridad el papel de la tecnología en el fin de los grandes relatos. “Es razonable pensar que la multiplicación de las máquinas de información afecta y afectará a la circulación de los conocimientos tanto como lo ha hecho el desarrollo de los medios de circulación de hombres primero (transporte), de sonidos e imágenes después (media)”. La tecnología es vista en este texto como un medio cuyos desarrollos obligan a una transformación de los contenidos. Sin embargo, en su clásico ensayo “La pregunta por la técnica”, Heidegger argumenta que lo propio de la esencia de la técnica, no son los procedimientos, ni las máquinas y ni siquiera los conocimientos para construirlas, sino el disponer el mundo como “fondo”. Un stock, como diríamos en lenguaje más coloquial, al que se requiere una continua y total disponibilidad para ser utilizado. También el mandato a gozar supone una disposición de toda cosa o ser, incluso persona, como “fondo”, como stock para ser gozado - y consumido; etimológicamente: reducido a nada. El propio individuo es, en este sentido, a la vez sujeto de su propio goce y objeto del goce de otro – una situación que Sade ilustró genialmente en el panfleto “Franceses todavía un esfuerzo más para ser republicanos”. Así, desde este punto de vista, tanto la técnica y como el mandato a gozar cosifican el mundo, lo disponen como “fondo” disponible para ser utilizado. Podríamos considerar que el ejercicio consumista del goce es una técnica y que la técnica es, esencialmente, ejercicio del goce. No es tan paradójico como podría parecer a primera vista. Freud ya advirtió la fundamental ambigüedad del deseo, cuya aspiración es la quietud que sucede al goce, a su realización. Por ello relacionó el deseo con eros que nos empuja a la búsqueda de la satisfacción, pero también con thanatos, la muerte, que es el fin de toda búsqueda. El individuo consumista, presa del mandato a gozar, se entrega plenamente a esta ambivalencia letal: la disponibilidad que exige al mundo para poder ser objeto de su propio goce, acaba por incluirle, él también finalmente inerte, satisfecho y plenamente feliz, por la extinción de su propio deseo. Idéntico destino hallamos en las utopías tecnológicas, que han dado repetidamente cuenta de esa pulsión de muerte que las habita y que revela su fundamental parentesco con el mandato a gozar. A veces con temor y muchas otras veces con regocijo, han descrito la desaparición de la humanidad y su transformación en una máquina - como lo imaginaron los futuristas al principio del siglo XX - o en un algoritmo como postula cierto transhumanismo, incluso científico, al comienzo del siglo XXI. 

Cabe preguntarnos si podemos considerar el “relato” del goce y el “relato” de la técnica como dos grandes relatos en el sentido propuesto por la crítica postmoderna a partir, esencialmente, de Lyotard. Antes que nada, hay que señalar que el propio discurso de Lyotard fue criticado, por Jürgen Habermas entre otros, porque se podía considerar a su vez como un metarrelato omniabarcador. Una observación que bien podría extenderse a muchas de las grandes obras filosóficas que fundan la postmodernidad, como, por ejemplo, el esencial “Mil Mesetas” de Gilles Deleuze y Felix Guattari, que por su difusión y su rol legitimador en infinitos contextos, es comparable, en el período moderno, a la “Fenomenología del Espíritu” de F. W. Hegel – y constituiría, por lo tanto la prueba de un “gran relato” postmoderno. Por otra parte, un “gran relato” es una categoría crítica interpretativa de un conjunto heterogéneo de textos; no es un texto concreto, canónico o sagrado, como podrían ser la Biblia o el Corán. En este sentido, no cabe duda de que técnica y consumo (mandato a gozar) pueden constituir dos grandes relatos - en el sentido que Lyotard otorga a esta expresión -, tanto por la enorme dispersión de sus argumentaciones como por sus efectos reales en todo el tejido social. Ambos relatos, en otro rasgo propio de los grandes relatos, intentan erigirse en universales. En el caso del mandato a gozar y de la celebración de las diferencias, nos lo muestra la severidad con la que se juzgan los comportamientos que se apartan de él en culturas no consumistas, si se considera, por ejemplo, que atentan a la libertad sexual de la persona. En la época de la modernidad esa severidad era reservada a los comportamientos “irracionales” o “sumisos” de los pueblos “no desarrollados”. 

Finalmente, el hecho que se trate de grandes relatos queda demostrado porque producen derecho. El primer artículo de la constitución italiana aprobada en 1948 reza, de manera clásicamente moderna: “Italia es una república democrática fundada sobre el trabajo”. En la constitución española, aprobada treinta años después, la palabra “trabajo” no aparece ni en el preámbulo ni en los primeros artículos, donde sí se expresa, en cambio, la voluntad postmoderna de “promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida”. En los treinta años que median entre ambas constituciones, muda el imperativo y el derecho al trabajo se ha transformado en el derecho al goce. 

Podemos considerar, por lo tanto, que la idea del fin de los “grandes relatos” es, en realidad, un corolario – cuando no, actualmente, una propaganda interesada - de la afirmación global de los nuevos “grandes relatos” tecnológico-consumistas. Unos grandes relatos postmodernos cuyos núcleos están tan entrelazados como lo estuvieron racionalidad y emancipación en la época moderna y que también se postulan como universales. Desde este punto de vista, toda insistencia en la crítica a los grandes relatos de la modernidad es pura ideología (“Externalización del resultado de una necesidad interna” como la define Zizek, actualizando a Marx). No se trata, sin embargo, de abandonar la reflexión sobre los elementos culturales y políticos del período moderno. Al contrario, su crítica supuso un eslabón fundamental en la posibilidad de trazar una historia cultural y política del mundo. Sin embargo, es ahora urgente que completemos esas reflexiones con la crítica de los “grandes relatos” de la postmodernidad. La posibilidad de imaginar un afuera, de pensar un límite cuya transgresión nos devuelva una perspectiva creativa de nuestra vida y nuestra sociedad, nos va en ello.

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