Desde sus comienzos el cine se ha ocupado de las víctimas. En cada época lo ha hecho según las maneras de pensar del momento: desde el naturalismo ético del cine americano –de "Intolerancia" a "Las Uvas de la ira"- al marxismo épico del cine ruso –de "El acorazado Potemkin" a "La tierra"-.
En los últimos años hemos visto aparecer una nueva modalidad. Su generalizaciòn hace suponer que es la manera que corresponde a nuestra época. En ella, las víctimas son representadas de un modo individual y sin ningún intento de explicar el contexto social y político. Peripecias y lugares se muestran, sin que el director o el guionista consideren necesario ir más allá de la mera descripción. Se nos convoca a simpatizar con las víctimas, a identificarnos con su dolor y con su desgracia, sin tratar de averiguar las complejas razones que, más allá de un individuo, generan tan dramáticas situaciones. Algunos ejemplos: "In this world" y "Guantánamo" de Winterbotton, "Babel" de Iñárritu. Pero habría muchos más.
A menudo, esta manera de narrar tiene como consecuencia un predominio de los planos cortos de las caras, puesto que ahora la desgracia es individual y la cara concentra toda la desgracia del sufrimiento personal.
Sin ninguna explicación sobre el porqué del sufrimiento, y por lo tanto sin un plus de entendimiento de las situaciones, todo lo que nos propone el cine actual es la identificación dolorosa con la víctima. La sola identificación, sin embargo, parece cumplir más bien el papel de coartada a nuestras urgencias morales de espectadores impotentes.
En un precioso texto sobre la imagen (en el libro "Image et memoire", en el texto dedicado a Guy Debord), el filósofo italiano Giorgio Agamben, distinguía los espectadores de la televisión -bombardeados por las imágenes de las desgracias y amargados por la imposibilidad de "hacer algo"-, de los espectadores del cine -a los que se les ofrece entendimiento, "redención" según su palabra, tanto de las injusticias del pasado como de las del presente-.
Siguiendo a Agamben, el cine actual que trata de las víctimas parece situarse por completo del lado de la televisión y estar destinado a ahondar la amargura del espectador, con el agravante, además, de ofrecer un perverso consuelo -el olvido de uno mismo durante una hora y media- al sentimiento de impotencia que él mismo contribuye a suscitar.
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