miércoles, 3 de diciembre de 2025

GAZA - LA REVOLUCIÓN

 

Francesca Albanese, Relatora Especial de las Naciones Unidas para los territorios Palestinos ocupados ha afirmado, en una entrevista, que “estamos viviendo una revolución y no nos damos cuenta”.

Una afirmación que podría parecer arriesgada, proferida por alguien que, como ella, conoce al detalle la situación sobre el terreno: ha sido represaliada por Donald Trump, por haber elaborado un informe sobre las empresas que se lucran con el genocidio de Gaza. No ha cejado, además, en la denuncia de los asesinatos masivos de gazatíes por parte del ejército israelí y de la hambruna provocada intencionalmente por este.

Sin estar tan bien informados como Albanese, las imágenes de la desgracia de los habitantes de Gaza y de la crueldad de los soldados israelíes, que llegan diariamente a nuestras pantallas, podrían ser suficientes para hacernos dudar. La palabra “revolución” tiene implícita no sólo la idea de un cambio drástico, sino también la esperanza de una vida incomparablemente mejor.

También puede parecer un optimismo fuera de lugar ante la radical inanidad de las élites políticas europeas, incapaces de reaccionar de manera incisiva al genocidio cometido por Israel. Un país creado mayoritariamente por judíos que emigraron desde Europa, que debe su creación al apoyo británico y que, por las múltiples relaciones culturales y comerciales, se ha considerado casi parte de Europa. España, Irlanda, Noruega, Francia e Inglaterra entre otros han reconocido recientemente al Estado palestino. En el otro extremo, Orban ha acogido a Netanyahu en Hungría, a pesar de la orden de búsqueda y captura por parte del Tribunal Penal Internacional. España ha sido el país europeo más activo – ha promulgado un embargo de la venta de armas. Pero ningún país ha llevado a cabo una política realmente vigorosa respecto de Israel, como podría ser un boicot comercial o la interrupción de las relaciones diplomáticas – como sí se ha hecho, en cambio, con Rusia, en razón de la guerra de Ucrania. La Unión Europea ha sido todavía menos firme que sus estados miembros – ha promovido múltiples sanciones contra Rusia pero ninguna contra Israel.

El genocidio palestino en Gaza, por su insoslayable realidad y por su difusión mediática, es el papel de tornasol para todos los discursos políticos, sociales, culturales del mundo y, en particular en cuanto al orden liberal-occidental. La comparación entre la actitud ante las matanzas de Gaza y la guerra de Ucrania ha minado la pretendida universalidad de los valores defendidos por las democracias liberales como los derechos humanos, el derecho a la autodeterminación, el respeto de la convención de Ginebra. Ha quedado claro que todos ellos se defienden sólo en algunos casos, dependiendo de quien sea el sujeto de esos derechos y de esas reglas. No se trata sólo del orden internacional, sino que siendo tales derechos el fundamento del orden constitucional en las democracias liberales, al perder su universalidad y su naturalidad, se tambalea todo el edificio político.

Las grietas en las democracias liberales, sin embargo, han aparecido hace tiempo. Gaza ha sido una explosión que ha arruinado edificios institucionales construidos a lo largo de décadas, cuyas dependencias ya empezaban a ser abandonadas. Los discursos y las convicciones que todo poder necesita para mantener una mínima estabilidad política se van desmoronando.

Las fuerzas progresistas han quedado triplemente rotas. Por una parte, han traicionado la supuesta universalidad de sus propios ideales. La protección de los débiles y la libre autodeterminación han sido suspendidas en lo que a los palestinos se refiere. Pero algo más profundo ha minado toda la arquitectura institucional nacional e internacional construida a partir de tales valores. No se trata solo de la voluntad o de su ausencia en cuanto al respeto de las constituciones o de leyes internacionales: esos edificios no parecen ahora tener fundamentos suficientemente sólidos para resistir el embate del terror - tal y como lo ha puesto en obra el Estado de Israel y su ejército. No han podido prevenirlo, ni limitarlo, ni mucho menos acabar con él. Si nuestro Estado y nuestro derecho internacional no puede poner coto al terror, no se acaba de ver en qué consiste su función y, por ende, cuáles podrían ser las razones de respetarlos. La finalidad primera de toda institución política, por embrionaria que sea, es evitar que la violencia destruya la sociedad: en el momento en que dejamos de estar a salvo, se vuelve inútil e incluso peligrosa.

Finalmente, la ejecución de una matanza organizada sin escrúpulos por un estado moderno – que se jacta de democrático - y por un ejército moderno – en el que ha habido relativamente pocas honrosas deserciones - desmiente toda idea de domesticación de la humanidad a partir de su participación en el juego democrático y en la cultura que de él deriva. Freud – ilustre pensador judío que se negó siempre a apoyar al sionismo - durante la primera guerra mundial escribió un texto fundamental al respecto de cuanto venimos reflexionando: Consideraciones actuales sobre la guerra y la muerte. En él, subrayaba cuan ingenua era la sorpresa de sus contemporáneos ante las barbaries que estaban cometiendo los ejércitos de países supuestamente civilizados – y después de 50 años de paz. Ahora como entonces, la evidencia de tal disponibilidad al asesinato arruina todo discurso del bien fundado sobre la idea de una innata bondad humana – como gusta a los progresistas. Es esta la apodíctica verdad que nos traen las imágenes de Gaza - y la que deja un poso de mayor inquietud.

Pero las fuerzas conservadoras también tienen que hacerse cargo de su propio desmoronamiento. En sus genes está el lema homo hominis lupus. Sin embargo, la promesa de una autoridad fuerte o incluso de un dictador que tradicionalmente da cuerpo a esa idea de sociedad, tiene como razón primera contener la ferocidad animal y proteger, si no a los débiles, al menos al grueso de la sociedad. El uso intensivo del miedo en las políticas conservadoras entra en crisis en el momento en que los lobos invaden la ciudad. Ya no es miedo, sino terror. ¿Qué esperar de una gobernante que invita a un ejército asesino a descansar de los trabajos de su barbarie en tu ciudad, como ha hecho Meloni en Italia? El gesto de aprobación del genocidio y la tortura que eso supone, hace temblar no solo a los progresistas, sino también a aquellos conservadores para los que la paz social es un bien irremplazable. De hecho, ha habido voces conservadoras de denuncia y, en cambio, ninguna justificándolo. Es imposible invocar la necesidad de un orden, incluso recio y, a la vez, amparar al terror.

Todo ello se inscribe, además, en dimensiones genuinamente contemporáneas. Las burbujas de odio que infestan las redes, han encontrado en el genocidio palestino una prístina e inesperada concreción. Tanto en Israel como en el resto del mundo, la masacre ha dado un cuerpo real a un deseo pregonado en muchas ocasiones. Meloni había pedido hundir los barcos de los inmigrantes, Abascal el Open Arms y Trump había sugerido disparar a las piernas de los ilegales que cruzaban la frontera. El sujeto contemporáneo, conservador o progresista, crece alrededor de un núcleo narcisista que ve en cualquier Otro un fastidio, un intruso, un peligro. Finalmente, no desea otra cosa que su desaparición. Las burbujas de odio y la cancel culture de uno y otro signo, responden a ello. Sin embargo, cuando este deseo se concreta en un asesinato masivo impune, incluso la persona más autocentrada oye una campana de alarma en su interior. El terror ha mostrado su rostro ciego y no va a hacer distinciones: tú y toda tu familia podríais ser los próximos. La matanza de Gaza nos lo recuerda todos los días. La inquietud crece.

La imagen plástica y actual del terror desatado, es el fin de cualquier discurso que legitime el poder, sea del signo que sea. La única argumentación de quien “abre las puertas del infierno” es que las puede abrir: la apelación a la pura fuerza como fundadora del derecho vuelve a aflorar. En los discursos de Netanyahu y de su aliado principal, Donald Trump, la retórica del terror es  constante. Los perros de la guerra andan de nuevo sueltos - después de que, al acabar la segunda guerra mundial, con sus 65 millones de muertos, hubiera habido un acuerdo mundial para encerrarlos. Sabemos que desde entonces ha habido guerras, pero quien las desataba se sentía impelido a buscar excusas, aunque fueran extravagantes como el botecito de agentes químicos que enseñó Colin Powell en la ONU en los prolegómenos de la segunda guerra del golfo. Parece que ahora el poder, ebrio de sí mismo y de sus nuevos medios tecnológicos, prescinde de cualquier intento de convicción. Maquiavelo, sin embargo, ya distinguió entre el príncipe temido y el príncipe odiado. Esta última es la condición de quien ejerce su poder sólo con la violencia y el florentino le augura una corta estancia en el poder: senza persuasione e legge, la forza da sola logora e non regge (sin persuasión y ley, la fuerza sola desgasta y no aguanta).

Es más, romper la baraja y apelar a la pura violencia puede entenderse como una confesión de debilidad. De hecho, es sabido que una de las razones que empujan a Netanyahu a continuar la guerra es que en cuanto deje de ser primer ministro irá probablemente a la cárcel por corrupción – los jueces ya le han citado. El eslogan de Trump, Make America Great Again, tiene un evidente matiz de nostalgia por un poderío que se percibe como perdido. No se rompe la baraja cuando los mecanismos de un poder en acto funcionan y convencen. Es justamente por ello que aflora la posibilidad de una revolución y de una refundación. La pura violencia destruye el orden conocido y abre la puerta a lo inesperado. Lo piensa quien abre las puertas del infierno fiándolo todo a una victoria de otro modo inalcanzable. Lo podemos pensar nosotros que nunca hemos dejado de imaginar una sociedad otra.

Un ejemplo. La mayor parte de los judíos de Israel han vivido desde la fundación de su Estado en una nube de negación y mentiras cuyo eje central era que “los palestinos no existen” – como sintetizó la primera ministra Golda Meir. De la dificultad de atravesar ese muro de autoengaño han dado cuenta los intelectuales judíos que como el historiador Ilan Pappé, han conseguido hacer aflorar la verdadera historia de la Nakba – e inscribirla en la triste lista de los exterminios y las deportaciones masivas del siglo XX. Ilan Pappé se tuvo que exilar después de escribir su documentadísimo “La limpieza étnica de Palestina”, a causa de las amenazas de los sionistas. Paradójicamente, los palestinos nunca han existido más que ahora: nadie duda de quienes son las víctimas de las masacres y de la hambruna. Aunque sea tímidamente, en las manifestaciones de los judíos por la liberación de los rehenes del 7 de octubre han empezado a aparecer las imágenes de los niños muertos de hambre en Gaza. Es posible que la magnitud de la culpa de los judíos en el genocidio palestino y la conciencia definitiva de que los palestinos sí existen, porque han sido las víctimas, acabe por crear un estado nuevo en Israel. Un estado en el que la expiación y la vergüenza de los judíos por las atrocidades cometidas en Gaza y en Cisjordania, sea la materia ético-política que permita a unos y otros vivir juntos y en paz – a la manera en que los judíos viven ahora en Europa. Justo lo contrario de lo que esperan Netanyahu y sus tenebrosos acólitos.

En Europa, los gobiernos conservadores como el de Giorgia Meloni, pagarán caro entre sus propios electores el haber sido condescendiente con el terror y los progresistas tímidos como Keith Starmer en Inglaterra, más todavía. Cuando el descrédito total de las instituciones políticas actuales madure completamente, habrá condiciones objetivas para un cambio drástico – una revolución, como sugiere Francesca Albanese. Un cambio sobre cuyos contenidos tenemos que trabajar, porque, por ahora los vislumbramos sólo de manera fragmentaria. Un cambio que no será dado, sino que necesitará atención y creatividad, ética, política y cultural.

Publicado en El Viejo Topo, nº 454, noviembre 2025.