¡Ha traicionado a los obreros!... Sería natural pensar que una acusación semejante se lanzara en un mitin de un partido de acendrada tradición marxista o en una manifestación sindical de un primero de mayo y que el acusado fuera un político liberal-socialista. Nos equivocaríamos. Quien la profirió fue un líder de la extrema derecha en un mitin de la campaña para las elecciones legislativas españolas de 2019. Eso sí, el acusado era el actual presidente del gobierno que, efectivamente, pertenece a la familia socialdemócrata. Si alguien, hace cuarenta años, le hubiera sugerido a un jefe de la ultraderecha un eslogan parecido, seguramente habría sido inmediatamente expulsado del partido por bolchevique (infiltrado). Los tiempos cambian.
Aún así, podríamos pensar que se trata de un exabrupto mitinero, cuya finalidad es adobar al enemigo de todos los males que la fantasía pueda sugerir a un asesor de campaña. El mitin tuvo lugar en una ciudad del “cinturón rojo” de Barcelona. Una típica ciudad obrera. En algunos de sus barrios más pobres la ultraderecha fue el segundo partido más votado. Muchos “obreros” – y parados -, suscribieron, por lo visto, la idea de la traición. Se ha ido así consumando, en España también, una mutación del espectro político que ha tenido precedentes en muchas democracias del mundo.
Sabemos que la palabra “obrero” es, en estos contextos, sobretodo una categoría mítica generalmente usada para nombrar al conjunto de la población con rentas bajas, trabajos poco cualificados y mal pagados - si es que los tienen -, y bajo nivel educativo. Muchos de estos “obreros” han votado a Salvini, a los Kaczynski, a Trump y a Abascal. Marine Le Pen suele afirmar que el suyo es el partido obrero más grande de Francia. Recientes estudios de largo alcance sobre las tendencias de voto, apuntan que en los años 50 y 60 del siglo pasado los partidos de izquierda cosechaban los mejores resultados entre los votantes con bajos niveles de educación e ingresos, mientras los partidos conservadores los obtenían en las clases medias y altas – entre cuyos representantes se hallaban las personas con más nivel educativo. A partir de entonces, de manera lenta pero imparable, los votantes con más educación se han ido decantando por los partidos de izquierda. Algunos politólogos consideran que, actualmente, los partidos constituyen un sistema “multielites”, siendo, grosso modo, la izquierda la representante de las elites culturales y la derecha de las elites económicas. No es difícil inferir que la progresiva extensión, más allá de las clases altas, de la población con estudios superiores, tiene que ver con esta tendencia. Una parte importante de la actual elite cultural posee mucho capital simbólico y escaso capital económico – aunque las “clases creativas” ciudadanas detentan importantes resortes económicos y son también, en general, más proclives a votar a la izquierda. Esta lucha entre las elites, deja fuera de juego a la población que no tiene ni estudios ni capital económico.
A los partidos de izquierdas les gusta todavía considerarse como los defensores de los “de abajo”. Sin embargo actualmente ningún partido defiende una “revolución”. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX la izquierda se fue quedando sin proyecto alternativo al capitalismo. Sólo sobrevivieron las ideas socialdemócratas de contención y corrección de los aspectos más inicuos del propio sistema capitalista. En este sentido, el mensaje de la izquierda actual a las clases bajas es límpido: no hay otro mundo que imaginar – aunque intentaremos corregir este. La erradicación de la pobreza queda como meta utópica y lejana del capitalismo mismo. El corolario de tales concepciones es que, a los ojos de los “obreros”, las ofertas políticas de la izquierda y la derecha no tienen diferencias esenciales sino sólo prácticas. Por ejemplo, unos proponen la subida de impuestos para proporcionar una mejor protección social en un momento de crisis económica, mientras otros aseguran que eso empeoraría aún más la situación. No hay propuestas que contemplen alternativas a la sociedad que produce cíclicamente crisis económicas.
Cada una de las dos elites defiende su capital. La defensa del capital simbólico se juega obviamente en el campo de lo simbólico, en algunos aspectos de una manera muy clásica: creando códigos particulares cuyo manejo denota conocimiento y pertenencia. Las “neolenguas” progresistas, - como son las variantes del lenguaje inclusivo - tienen este sentido. Con ellas se quieren distinguir los miembros de la élite cultural – y quienes se postulan para ello – de modo que, por ejemplo, léxico y modismos identifiquen sin ambigüedad posturas progresistas. Se trata de un instrumento importante para adquirir ventajas tácticas y estratégicas, marcando territorios institucionales, políticos y sociales por los que, sin el adecuado conocimiento lingüístico, se tendrán dificultades para circular. El uso de códigos culturales elaborados para mostrar pertenencia es, por otra parte, una estrategia socio-política con una larguísima tradición. La burguesía, por ejemplo, exigió siempre “buenos modales” para poder reclamarse de ella: desde el uso de un léxico y una sintaxis apropiados hasta un conocimiento cabal de los comportamientos corporales en la mesa. Tales “buenos modales” eran también, antes como ahora, armas arrojadizas en las luchas de poder internas a las élites mismas.
La voluntad de crear una neolengua propia ha acompañado a la izquierda desde su nacimiento. Nos baste recordar que, en 1793, los revolucionarios franceses reorganizaron el calendario y cambiaron los nombres de los días y los meses. En este sentido, es revelador comparar cuáles eran los objetivos de aquella reforma nominalista y de la actual. El calendario republicano francés aprobado por la Convención Nacional el 5 de octubre de 1793, había sido elaborado por un matemático y tres astrónomos y reflejaba la voluntad revolucionaria de imponer una visión científico-racionalista del mundo. Una visión que se identificaba a sí misma con el progreso y se oponía a la tradición cristiana considerada como la base cultural del antiguo régimen. Así los días de la semana dejaron atrás sus nombres relacionados con las divinidades paganas y las festividades cristianas y pasaron a un austero primidi, duodi, tridi, etc. En vez de un santo, a cada día se le asignó una planta, un animal o un utensilio. El nuevo primer día del año (el 22 de septiembre, según el calendario gregoriano) era así, siguiendo una lógica impecable, el primidi, vendimiaire, raisin (primidi, vendimiario, uva).
Si analizamos ahora cuál son las propuestas de las neolenguas progresistas actuales veremos que están centradas en la cuestión de la identidad individual, esencialmente en los aspectos corporales como el género o los rasgos étnicos. Ya no importa la racionalización de la vida social sino la denominación de la persona. Se trata, por lo tanto, de una reforma lingüística con un background radicalmente individualista. Su horizonte son los derechos individuales – motor a su vez de las políticas de reconocimiento. Un ejemplo particularmente ilustrativo en tanto que lleva al límite la lógica subyacente a las neolenguas actuales, se puede hallar en la Nonbinary Wiki, donde encontramos la definición de Egogender (de “ego”, “yo” en latín y “gender”, “género” en inglés). Se trata de un género tan específico de un individuo que sólo puede ser nominado como “yo (o nombre de la persona)” género.
La neolengua progresista se nutre, en suma, del individualismo radical propio de nuestra sociedad (“There is no socitey”, como resumía con genio Margareth Thacher) para intentar orientarlo a la lucha entre las élites culturales y las económicas – aceptando cabalmente el marco del capitalismo consumista.
Las neolenguas progresistas – como todas sus antecesoras – nacen de especulaciones propias de la cultura universitaria cuya posesión constituye específicamente el “capital simbólico”. Una cultura necesaria tanto para entender la propuesta de reforma lingüística como para poderla, eventualmente, usar con soltura. Los “obreros”, con escasa formación reglada quedan en consecuencia excluidos, a la vez sin palabras y sin horizonte de transformación. Aclaremos aquí que la formación es sólo una parte de la cultura: no tener educación superior no quiere decir no tener cultura, sino sólo no tener esa parte de la cultura apta a constituir un capital simbólico.
Es importante tenerlo en cuenta, porque los “obreros” actuales también son individuos consumistas. Al igual que a todos los demás, a ellos también les ha llegado la característica invitación a gozar del consumo y la promesa de su infinita multiplicación. Pero ¿qué sucede cuando la promesa de la felicidad consumista llega acompañada de una evidente imposibilidad material de realizarla? ¿Qué se siente ante el festival de bienes de un centro comercial cuando no sólo no se tiene ningún margen económico para gastos superfluos, sino que se sabe o se intuye que tampoco se tendrá en el futuro? ¡Frustración y resentimiento!
En otros momentos históricos “la voz de los que no tienen voz” ha hallado espacios expresivos propios que han permitido fructíferas alianzas socio-políticas. A lo largo de todo el siglo XIX, por ejemplo, la reflexión sobre la cultura popular ha denotado a la vez el empuje de las nuevas clases populares y el interés de las élites progresistas por buscar alianzas. El famoso cuadro de Eugène Delacroix “La libertad guiando al pueblo” es una ejemplo icástico de cuanto decimos.
Con el advenimiento de la cultura de masas, sin embargo, la cultura popular autónoma desaparece y las elites y el pueblo comparten básicamente la misma cultura. La diferencia empieza a establecerse de manera muy acentuada únicamente por la formación superior. De ahí, que la izquierda actual tenga tantas dificultades para conjugar la defensa de sus intereses como élite cultural, con los intereses de los “obreros”. Los discursos emancipatorios individualistas son las armas de las elites culturales para intentar defender su poder y no pueden ser extendidos a quien no tiene ese capital simbólico. Se necesitaría una adaptación socio-cultural que los desdibujaría por completo. Es por ello que más allá de la valla del lenguaje inclusivo se extiende el desierto de un resentimiento sin nombre.
En la lucha por la hegemonía las elites culturales están claramente en desventaja. El meollo del poder económico no se discute ya que las propias elites culturales dan por sentado que el marco de todo poder actual es el capitalismo consumista. Las elites económicas pueden dormir tranquilas: nadie pretende ya transformar radicalmente el régimen de la propiedad privada o de los medios de producción. La lucha entre las elites tiene lugar por completo alrededor del capital simbólico. De esta manera, las elites culturales no pueden estar más que a la defensiva, porque la posibilidad de un cuestionamiento radical del poder de las elites económicas está excluida de entrada.
Todos los grandes textos de Antonio Gramsci fueron escritos en la cárcel y constituyen una meditación sobre la derrota de la izquierda europea en los años 30, cuando el fascismo se fue adueñando del poder en casi toda Europa. Su clásica apelación a la creación de una literatura nacional-popular era un llamado a la izquierda, en los términos de su tiempo, para realizar una profunda reflexión respecto de los errores políticos y culturales que había cometido y que habían arrojado a tantas personas en los brazos del fascismo. Me gustaría pensar que no hace falta acabar tras los barrotes, vigilados por los que pensábamos estar defendiendo, para empezar una fértil autocrítica.
Publicado en El Viejo Topo, nº 404, Septiembre 2021