A partir de los años cincuenta la producción de imágenes violentas (y sexuales) en el cine y en los mass media se multiplica de manera exponencial al tiempo que empuja los límites de lo representable cada vez más lejos. Dos tendencias participan de este continuo desafío a las normas. Por una parte, el cine comercial –en general de serie B- que ve en las transgresiones una fuente de ganancias –desde Blood Feast a los últimos episodios de Saw. Por otra, cierto cine “comprometido”, que usa las imágenes violentas como provocación, como es el caso de Saló o Week-end. A partir de los años 80 todo intento de provocación violenta parece definitivamente destinado al fracaso. La histeria de la provocación de películas como They eat scum dan fe de ello. El paradigma consumista se extiende y se globaliza, y con él la postura narcisista del espectador que juzga las imágenes sólo respecto de su capacidad para el goce. Al ser las imágenes violentas una de las fuentes principales del goce visual, toda provocación a través de ellas encuentra un público totalmente dispuesto a acogerlas, eso sí despojándolas de cualquier contenido. Recuerdo la intervención de una persona durante un reciente seminario que acusó –retroactivamente- a Godard de querer coartar su libertad personal al prescribir un sentido ideológico a las imágenes violentas de Week-end que acabábamos de ver. En el reino del narcisismo cualquier indicación metaicónica se considera un atentado al goce.
El narcisismo imperante no sólo ha desactivado toda provocación a través de las imágenes antes transgresivas –violentas o sexuales- sino que ha acabado contaminando en general mucho cine de vanguardia. Varias de las argumentaciones que sustentan el cine experimental son sólo versiones específicas del narcisismo: el muy común desprecio de lo común –es un tema publicitario por excelencia-; el amor a la imagen en cuanto tal –lo suscribiría cualquier fan del gore; el fetichismo con un tipo de películas. Nada que ver con el espesor cultural de las propuestas de la vanguardia clásica.
No hay vuelta atrás, sin embargo. La pregunta –nietzcheana- sería más bien: ¿Qué imágenes hay al otro lado del narcisismo consumista?
miércoles, 21 de enero de 2009
viernes, 16 de enero de 2009
VIOLENCIA E IMAGINACIÓN
Nuestra imaginación actual está habitada por una incontenible violencia. Las películas dan fe de ello: gore, splatter, horror, videojuegos y todas sus contaminaciones en el mainstream. Es una violencia hiperbólica, sin ningún sentido aparente, que remite directamente al goce. El imperativo “goza” que rige nuestra sociedad parece ser la clave para entender esta presencia. Y también para entender su extraña falta de consecuencias en la realidad. Vivimos en sociedades relativamente pacíficas en las que se sueña con una violencia sin límite. Sueños que son a menudo aumidos como tales. Ante la inacabable discusión sobre los efectos de la violencia en los medios, es común que alguien revindique públicamente su doble condición de ciudadano pacífico y de consumidor esmerado de imágenes violentas.
La pareja imaginación violenta/comportamiento pacífico refleja la pasividad del consumo en general. “Goza” no es una llamada a actuar para perseguir el goce, sino a encontrar el camino más corto para sentir el goce. El goce prescrito es esencialmente narcisista: no quiere saber nada de la realidad, en la que hallaría de manera irremediable su límite. Por ello tiene como ulterior corolario la indiferencia política y moral.
Lo único que parece revelar la presencia masiva de violencia en los medios que construyen nuestra imaginación es el “agujero negro” que nos sustenta: la pulsión de muerte, la nostalgia del medio (Caillois) que apunta al deseo de disolución y de quietud definitiva. De todo ello hay también trazas en la iconosfera contemporánea: Matrix, por ejemplo: un mundo de larvas que sueñan. La imagen de los hermanos Wachosky está particularmente bien lograda: las larvas están suspendidas en el vacío, en un entre-mundo tecnológico. El consumidor también está suspendido en un entre-mundo que se halla en inestable equilibrio entre una realidad donde acabaría el sueño y el sueño en el que la realidad no cabe. Todo el sistema tiende a mantenerlo ahí, “a punto de…”.
Conseguir estar “suspendido” tiene un coste –de nuevo el acierto de Matrix: las larvas “producen”-. Hay que trabajar para conseguirlo. Cuando alguien está excluido de la posibilidad del duermevela consumista es cuando es más probable que tenga la tentación de encontrar un atajo. Por ejemplo, buscar placer en la violencia real. Y allí se dará cuenta de su pobreza: todo el enorme y refinado sistema de represión que asegura a la mayoría la posibilidad de seguir soñando le perseguirá. Seguramente la atrapará y le meterá en la cárcel. Una cárcel que ahora ya no tiene nada de educativo -¿educar para qué? El sueño no necesita aprendizaje-, sino que es sólo un depósito de excluidos.
La crítica moralista al consumo es un error. No hay imperativo categórico que responda al goce, a menos que no se goce imperando. La salida del sueño consumista es la pasión. Padecer el goce en sus límites reales, cabalgar la pulsión de muerte como en un arte marcial, explorarla como quien explora el cuerpo del amante. En el padecimiento de la pasión hay implícita una dosis de violencia, una fuerza excesiva, que sin embargo nace del encuentro buscado con lo real -no es un atajo. Quizá lo transgreda y lo transforme.
La pareja imaginación violenta/comportamiento pacífico refleja la pasividad del consumo en general. “Goza” no es una llamada a actuar para perseguir el goce, sino a encontrar el camino más corto para sentir el goce. El goce prescrito es esencialmente narcisista: no quiere saber nada de la realidad, en la que hallaría de manera irremediable su límite. Por ello tiene como ulterior corolario la indiferencia política y moral.
Lo único que parece revelar la presencia masiva de violencia en los medios que construyen nuestra imaginación es el “agujero negro” que nos sustenta: la pulsión de muerte, la nostalgia del medio (Caillois) que apunta al deseo de disolución y de quietud definitiva. De todo ello hay también trazas en la iconosfera contemporánea: Matrix, por ejemplo: un mundo de larvas que sueñan. La imagen de los hermanos Wachosky está particularmente bien lograda: las larvas están suspendidas en el vacío, en un entre-mundo tecnológico. El consumidor también está suspendido en un entre-mundo que se halla en inestable equilibrio entre una realidad donde acabaría el sueño y el sueño en el que la realidad no cabe. Todo el sistema tiende a mantenerlo ahí, “a punto de…”.
Conseguir estar “suspendido” tiene un coste –de nuevo el acierto de Matrix: las larvas “producen”-. Hay que trabajar para conseguirlo. Cuando alguien está excluido de la posibilidad del duermevela consumista es cuando es más probable que tenga la tentación de encontrar un atajo. Por ejemplo, buscar placer en la violencia real. Y allí se dará cuenta de su pobreza: todo el enorme y refinado sistema de represión que asegura a la mayoría la posibilidad de seguir soñando le perseguirá. Seguramente la atrapará y le meterá en la cárcel. Una cárcel que ahora ya no tiene nada de educativo -¿educar para qué? El sueño no necesita aprendizaje-, sino que es sólo un depósito de excluidos.
La crítica moralista al consumo es un error. No hay imperativo categórico que responda al goce, a menos que no se goce imperando. La salida del sueño consumista es la pasión. Padecer el goce en sus límites reales, cabalgar la pulsión de muerte como en un arte marcial, explorarla como quien explora el cuerpo del amante. En el padecimiento de la pasión hay implícita una dosis de violencia, una fuerza excesiva, que sin embargo nace del encuentro buscado con lo real -no es un atajo. Quizá lo transgreda y lo transforme.
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